martes, 5 de diciembre de 2017

Relato 193

                                           Destino
         —¿De verdad quiere usted saberlo? Las cartas no mienten y no está dentro de mi ética personal decírselo.            
         —Insisto, no tiene porqué preocuparse. A mí no me va a suceder nada, nada que no pueda evitar. Mi libertad supera cualquier juego adivinatorio.  Soy dueño de mi destino y no creo en quimeras.
         Formado en informática Nicanor es un escéptico integral. Considera que pululan por el mundo aprovechados que en nombre de las fuerzas ocultas te vacían los bolsillos y te llenan la cabeza de mentiras y miedos injustificados. Después de soportar durante meses la insistencia de Gregor, su amigo de despacho, ha aceptado su recomendación de acudir a la consulta de la famosa cartomántica, doña  Flor. Nicanor  va a la vidente tanto para satisfacer a su amigo (un fanático seguidor del ocultismo) como también para demostrarle la falsedad de adherirse a una creencia ciega. Hay además una apuesta: si el oráculo se cumple Nicanor se iniciará en unas sesiones de espiritismo con su amigo, y si no, Gregor abandonará toda fe en lo intangible, aterrizará
         —Está seguro? Piense que luego no habrá marcha atrás. ¿De qué le va a servir saber el momento de su muerte? Según mi experiencia, de nada.
         Nicanor tiene ganas de desenmascararla, mostrar al mundo que nadie puede marcar el destino de su vida. Es algo personal. Además está el acuerdo suscrito con su amigo. Sea  quien sea quien triunfe, barrunta, el vencedor será, sin duda alguna, la verdad. Está seguro que siempre podrá reconducir cualquier situación, usando el sentido común y evitando el miedo.  
         —Bien, como usted quiera. No sé si hago bien en saltarme una regla básica de la deontología profesional, es usted tan testarudo, se lo voy a decir. Observe la posición invertida de esta carta, la del loco, que concurre con la carta dieciocho del Tarot, la del esqueleto con la guadaña, una concurrencia desafortunada y colindante a la carta trece, la de la torre que se desmorona con la luna en lo alto, también caída del revés. Esta maléfica conjunción sucede, fíjese bien, en el primer tercio del segundo cuadrante de las dieciséis cartas extendidas en la mesa..., y esto es un mal presagio, lo lamento.
         La pitonisa se detuvo un momento y valoró con la mirada si debía continuar o no. Su cliente la escuchaba con atención e incluso le pareció percibir cierta afectación. El anuncio era grave y su consultante en cambio se mostraba impertérrito, relajado, casi sonriente. Sin lograr adivinar el alcance de su propósito, doña Flor prosiguió:
         —Este cuadrante es el presente inmediato (y señaló el segundo), éste es el pasado (y señaló el primero) y estos de aquí abajo son el futuro (señalando los dos cuadrantes restantes) y lamentablemente no hay futuro. Se detuvo un momento para beber agua y continuó: en el cuadrante del presente su vida se trunca. Hizo un silencio pero Nicanor la instó a seguir. El tiempo que le queda lo indica la posición de la luna de la carta trece, que al estar boca abajo señala un tiempo máximo de una lunación. Ahora estamos en menguante, de modo que cuando la luna alcance su punto álgido, dentro de dieciocho días, la luna llena señalará que usted ya no estará vivo en el planeta. La muerte, las cartas lo anuncian, le sobrevendrá por un accidente, observe ésta de la calavera, ve cómo se inclina hacia la torre que se derrumba, símbolo de un vehículo. Recuerde que los astros inclinan pero no obligan y le recomiendo vivamente que evite tomar automóvil propio o ajeno durante un tiempo prudencial  no inferior a veinte días para su seguridad.  El riesgo de un accidente de tráfico es elevado en las dos o tres próximas semanas, ésta es mi advertencia y mi consejo, ahora disponga usted lo que mejor le convenga.
         Nicanor se quedó impresionado por la contundencia de la sentencia y sobretodo por la desfachatez por decírselo de modo tan poco delicado. En cierta forma de lo había buscado, tenía avidez de conocer el futuro pero no se imaginaba que el veredicto fuera tan breve. Tal vez mejor así —pensó— no tendré que perder tiempo dedicándome a cuidados personales. Tomaré precauciones, tampoco quiero tentar a la mala suerte, reflexionaba mientras descendía por el ascensor. Doña Flor, con su turbante blanco, le había parecido una mujer sincera, en especial cuando se le despidió en la puerta derramando unas lagrimitas que disimuló en seguida con un pañuelo de seda que extrajo de su túnica anaranjada. Sincera pero equivocada. ¡Cómo puede leerse el futuro cuando el futuro le pertenece a cada mortal!, exclamaba Nicanor y atribuyó el engaño al error y no a la mala fe, pues la primera engañada era la propia Flor. Y su amigo Gregorio también, por supuesto —repetía con sorna— y él también.
         Naturalmente en los días que siguieron a la consulta el buen hombre evitó desplazarse con su coche al trabajo y aunque eso les suponía levantarse casi una hora antes cada día y una hora más de retraso para volver a casa, Nicanor lo hacía a gusto y con buen criterio racional. Evitar la ocasión era obviamente evitar el accidente, y el  “por si acaso” siempre aparecía como la solución más idónea. Tampoco tenía que estar demasiado tiempo dedicado a estas tonterías, sólo se trataba de unos veinte días y luego podría aclarar a su amigo que la vaticinadora era una farsante contumaz y que todo aquel ambiente de incienso y de luces tenues no era más que un engañabobos para incautos. Y evidenciaría que confiar en lo intangible es un absurdo muy próximo a una mentalidad infantil que se niega a asumir la responsabilidad para vivir libremente.
         Con treinta y nueve años y un estado de salud envidiable, Nicanor continuó usando el Metro para desplazarse a la oficina sin que pudiera evitar los comentarios divertidos de sus compañeros de planta en especial de Gregor. Muchas precauciones para un hombre tan liberal como tú —le decía, empleando un tono burlón—. A lo que él se limitaba a sonreír y callar. Aquel fin de semana dejó en el garaje el deportivo rojo con el que en cierta ocasión llevó al máximo, a ciento noventa por la autopista, en un tramo libre de radares según el navegador. Correr era su pasión desde muy joven, le hubiera encantado pilotar un fórmula 1 pero cuando intentó enrolarse como mecánico de coche en el Staff del Brahms le dijeron que con veintidós años era demasiado mayor y además que su dominio del inglés no era suficiente. Siempre le quedó esta espina clavada en su espíritu competitivo que trataba de compensar con su Ferrari rojo y el perfeccionamiento del inglés en el Hispano americano. 
         En el siguiente fin de semana (trece días después del anuncio del presunto inevitable accidente) tenía que desplazarse a Zaragoza por una cuestión laboral (asesorar para abrir una franquicia del negocio informático) y aunque al principio estaba decidido a ir con su coche, recapacitó, decidiéndose finalmente por la opción del tren. Desde Barcelona el AVE le pondría en el centro de Zaragoza en tres horas, cómodamente sentado y sin correr ningún  peligro. Evitando la ocasión se reducen los riesgos —se decía.
         Efectivamente, viajó en tren y dentro de la ciudad aragonesa se desplazó a pie, evitando tomar taxis y transporte urbano. El domingo aceptó a regañadientes una invitación en coche particular a un restaurante. Puso como condición que se desplazaran lentamente. Como excusa dijo que quería conocer la ciudad. De la adivina ni pío, claro está. Se desvivieron con él, llevándolo en volandas por todas partes.  En el cruce con la avenida Agustina sin embargo casi sufren un percance al saltarse un autobús de línea un semáforo en rojo. Aparte de este susto no sucedió nada más. A las seis en punto lo dejaron en la estación de Delicias, donde tomó el Ave de regreso a Barcelona sin nada a destacar.
         Nicanor llegó sano y salvo a su casa y ahí se quedó por espacio de tres días compensando el tiempo gastado en Zaragoza. Hacía tiempo que no se pagaban horas extras en el trabajo. Evite el vehículo, cualquier tipo, era una frase de la adivina que le resonaba de vez en cuando por la cabeza. El próximo sábado se cumpliría el plazo máximo y podría recuperar su vida normal, tenía ganas. Le fastidiaba tener que someterse a tantas precauciones por una absurda predicción. En su interior de persona juiciosa se reproducía la misma lucha: la libertad enfrentada a la disciplina impuesta.
         Los siguientes días transcurrieron con absoluta normalidad. Llegó por fin el sábado y la luna llena. Nicanor la contemplaba satisfecho con una copa de güisqui en la mano desde el balcón de su apartamento en un segundo piso.¡Qué absurdo su comportamiento, cuanto temor por una bobada de una vidente loca! ¡Qué vergüenza! Lo que había hecho para protegerse de un sortilegio irracional. Se reía, al principio casi sin mover los labios, luego a carcajadas pensando en la cara que pondría Gregor. Se sentía poderoso, un triunfador libre, había vencido al destino y se asomaba al vacío de la noche desafiante. Volvió a rellenarse la copa. La luna llena sobre el horizonte le parecía una enorme hostia inmaculada, tan blanca como el turbante de la Sra. Flor. Incluso le recordó un cometa que le había hecho su madre con restos de papel, cola y unas varillas de madera cuando él tenía once años. Incluso eso le recordaba.
         Y sin proponérselo Nicanor se emocionó al acordarse de su madre y dejó de reír y se puso a llorar como una criatura. Y sintió la ausencia y la banalidad de vivir sin alguien a quien amar y proteger y en esa luna, grande y sola, vio el rostro de su madre muerta. Notó una opresión aguda en el pecho y que le faltaba aire, abrió la boca, asustado, se ahogaba. De la mano se le fue la copa al suelo, tambaleó, se apoyó en el murete, perdió la noche, el equilibrio, trató de cogerse a algo o alguien, en vano, por la barandilla cayó a la calle. El golpe fue seco, ¡plaf! Sangraba por la cabeza y se había lastimado el pie derecho, no podía andar, el talón se le iba hinchando. Trató de incorporarse sin conseguirlo. Se desmayó. Alguien avisó al 112. Unos brazos fuertes le acomodaron en una camilla de ambulancia.

        La ambulancia se fue acelerando por la calle estrecha, la luz naranja de la sirena contrastaba con la luna blanca y ambas pintarrajaban los adoquines de tinieblas. Antes de perderse en la lejanía la ambulancia se detuvo de golpe en un cruce. Un camión de la basura le salió al paso. De la ambulancia no sobrevivió nadie. Sin saberlo ni buscarlo, Nicanor había cumplido libremente con su destino, intentando evitarlo.

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