Recortes
Ayer estuve,
padre, en la casa del pueblo, la que heredaste de tu madre, sigue deshabitada,
tal como la dejaste. Hacía años que no iba. No me atrevía. Me temblaban las
manos cuando tanteé con la llave la cerradura, te veía a mi lado con La Vanguardia bajo el brazo diciéndome
ahora no sé si es la plana o la redonda. Es la plana. Ya no está el carro de
las cocas, como tú lo llamabas, el carro con el que de pequeño ibas a venderlas
con tu padre a los mercados de pueblos cercanos. ¡Cocas de anís recién
horneadas, vengan señoras, vengan y compren que ya llega el pastelero!,
voceabas, avergonzado. No sé si te lo dije o ya habías perdido la memoria, el
carro me lo pidió Ana, la hija de tu amigo Domingo, quédatelo, no puede estar
en mejores manos, le dije, se lo llevó para restaurarlo y guardarlo como una pieza
de museo. Olía a rancio, padre, como si quedara aceite reseco de ochenta años
atrás.
Arriba, todo sigue igual, con más polvo,
intocado, casi intocable. Sin agua, sin luz, lo diste todo de baja al morir tu
madre. No sabías qué hacer con esta casa, padre, yo tampoco. Subí las persianas
de las dos ventanas y apareció el pasado como un fantasma, la cocina económica con
una botella de butano, oxidada, el fregadero de porcelana, desconchado, el
delantal a rayas detrás de la puerta, el candil enganchado a una viga, el
crucifijo en la pared, tu cama, la de tu madre con la colcha de puntillas blancas
como recién lavada con jabón de Marsella. No te atreviste a descolgar de la
cabecera de la cama el cuadro de mirada dulce de tu madre, ni siquiera a tocar
el rosario de la mesita de noche ni la mantilla. Recorro despacio el pasillo y
os veo a ti y a tu madre, quédate a comer, no, no puedo, me marcho, he quedado,
y vuestra decepción. Siguen faltando las dos lágrimas que se perdieron de la
lámpara del techo y en la cómoda de nogal continúan atrancándose los cinco
cajones. La última vez, recuerdas, intentamos abrirlos entre los dos en vano. Ayer
los abrí uno a uno, con cuidado bajo la atenta mirada de tu retrato ovalado, raído
y amarillento por el tiempo, el que con nueve años y la crencha del cabello a
un lado, preside la cómoda. El retrato que tampoco te quisiste llevar. No nos
parecemos tanto como la gente dice, padre. Guardáis material tierno en esos
cajones, papeles enmohecidos, fotografías anónimas, documentos frágiles, todo
un mundo que os perteneció y que ya no existe. Se me caen de las manos, cenizas
de vida. Siento dolor, pena, una enorme pena. Cerré los cajones a porrazos.
Estamos recortados en el tiempo y
zurcidos por hilos de nilón invisibles que hilvanan generaciones, hoy me pesan
los recuerdos, la casa, no sé qué voy a hacer. En esta vieja cómoda encontré,
padre, en el cajón de abajo aquella cartera de mano de piel rozada, la que iba
contigo a todas partes y cerrabas con un cinturón acartonado. Hasta ahora no me
había atrevido a revisarla nunca. Hasta ahora. Me ha desconcertado. Aún me
desconciertas. Está llena de recortes apergaminados de días concretos, ¿qué
significa esto, padre?
Son recortes de necrológicas de La Vanguardia, recortes desgastados de nombres
que subrayabas de negro con esmero, onomásticas, listas de personas fallecidas
que recogiste durante años, los nombres de tus amigos muertos. Cuando salían
publicados en el diario, tú los recortabas y guardabas en secreto.
Yo también tengo ahora mismo entre los
dedos el recorte del periódico de ayer, padre, con tu nombre completo, bajo el epígrafe
de Hoy hace dos años. Quizás sí que
nos parecemos más de lo que estaba dispuesto a aceptar.
Antes de salir puse
un cartel de EN VENTA en cada ventana de la casa.
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