martes, 14 de mayo de 2019

Relato 268


                                       Tarzán

        —¿Qué tal fue el ensayo, Javier?
        —Al principio...me sorprendió, sus voces reverberaban demasiado, era algo así:       
        —Fueeeee aquiiiiiií —decía uno. ¿Aquiiiiiiií? —contestaba el otro.
        —Qué tontería, ¿no?
        —Luego, Mario dijo: Parad, esto no funciona, no se oye nada, demasiada reverberación, vale que estamos en una cueva, pero no hay que exagerar, por favor, técnico de sonido, quita toda resonancia. Gracias. Empezad de nuevo.
        —¿Qué tal Mario Gras?
        —Enérgico, gordinflón, buen tipo, a mi me cae bien, su sobrina mejor.
        —Ya.
        —Gracias a ella estuve en el ensayo, me dio un pase.
        —¿Cómo se llama?
        —Aurora.
        —Bonito nombre para una obra de teatro.
        —Aurora es su sobrina, ¿creí que ya lo sabías?
        —No, no lo sabía.
        — Pues si estuviera Mario escuchándonos diría que he dado información al lector...
        —Yo no lo sabía, te lo aseguro, o no lo recordaba. ¿Y cómo fue?   
        —Más natural, ambos personajes declamaban, yo los oía bien. Decían:
        —Fue aquí.
        —¿Aquí?
        —Sí, aquí empezó el mundo, en esta protuberancia pétrea.
        —¿Aquí? En esta grieta ahuecada con forma de huevo cósmico.
        —Sí, aquí. Esto que tenemos delante es el impacto del grito original, el de Tarzán, el que dio origen al Big Bang, al nacimiento del todo. Al principio fue el Verbo, ¿recuerdas?
        —¿Seguro?
        —Segurísimo, trece mil ochocientos millones de años nos contemplan, testado rigurosamente con Carbono 13'80, mucho más preciso que el carbono 14. Aquí empezó todo, querido amigo, con el atronador grito de Tarzán de los monos.
        —Vaya vozarrón, tío. ¿Y luego, qué, Javier?
        —Todo el escenario se queda a media luz, en silencio, no se oye nada más que el fluir de la conciencia, ese riachuelo interior. Los dos actores permanecen quietos como estatuas, giran lentamente los rostros y se quedan mirando al foso de las butacas, y expectantes, todos guardamos silencio. Mario quiere que ese mutismo se contagie al espectador, que acalle el murmureo y el público lo escuche, es el momento trascendental de la obra.
        —Debe ser electrizante.
        —De carne de gallina. Unos largos segundos. Mario sostiene que nada mejor que el silencio para hablarnos desde el ombligo del mundo. Así termina la obra en un fundido interminable.
        —Pues, vaya, Javier, no hacía falta que me dijeras cómo termina, me has fastidiado el final. No sé si iré, bueno por aprovechar tus entradas, y por Nuria. Luego cenamos los cuatro en La Cova, ¿vale?
        —Claro, ya he reservado.
        —¿A qué hora quedamos?
        —A las nueve.
        —Hasta luego, invito yo.

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