martes, 11 de agosto de 2015

Relato 72



                                Intruso (y 2)

Al día siguiente, sábado, trabajé todo el día, medio zombi, en la tienda de ropa de una cadena muy conocida en Barcelona, ninguna compañera se podía creer lo que me había sucedido con el dichoso murciélago. Imposible ―me decían― entre grandes carcajadas, ―te lo estás inventando. Ojalá hubiera sido una invención mía, ojalá. 
    A la noche llegué a casa otra vez agotada, aquello era un horno, me puse ligera de ropa y tras ducharme repetí la misma operación del día anterior, abrí la puerta de la galería, la del lavabo, la tele, la luz de la lámpara, y en esta ocasión el ventilador recién comprado y sin más me tumbé en el sofá, frente al frescor de las aspas que me daban la ilusión de estar en el polo sur, a pesar que seguía sudando por todos los poros de mi cuerpo. Al poco estaba durmiendo. No transcurrieron ni cinco minutos cuando una sombra pasó por delante de mis ojos cerrados, lo juro, algo volaba muy cerca, algo batía sus alas peludas, algo que se confundía con la monótona vibración del ventilador.       Sabía que el intruso estaba de nuevo allí, el movimiento del aire me había secado el rostro un poco, aunque seguía con las manos húmedas y volví a sentir el mismo estremecimiento de la noche anterior. Me armé de valor, pensé vuelvo a estar en la misma pesadilla, entreabrí los ojos y era verdad, de nuevo, el murciélago, el mismo, mirándome, otra vez, como si fuera parte de su familia, como si quisiera algo de mí. Temblé otra vez, pero no grité, me lo quedé mirando, él seguía ante mí como un ovni, balanceándose hacia un lado y hacia el otro, yo creo que estaba calculando el ángulo para atacarme. Con lentitud me fui escurriendo al suelo, sin dejar de mirarle, y juro que él seguía lo que hacía con sus vidriosos ojos y entonces se me ocurrió hacer algo que seguro que el mamón (es un mamífero, dicen) no se esperaba, ni yo. Di una palmada fuerte, luego otra con mayor brío, el bicho se quedó suspendido en el aire, aturdido, como si le doliera los oídos, ya sé que es una tontería, pero plegaba las alas, tapándose las orejas redondeadas, como si le dolieran de verdad. Aproveché este desconcierto suyo para refugiarme en el lavabo, cerrando la puerta. Sudaba de nuevo. Afuera el ventilador me impedía oír nada más. Presté atención, más, muy concentrada y creí captar el aleteo de un animal que al poco cesaba. Se habrá marchado, pensé, por el mismo sitio que ha entrado sencillamente se ha ido, al fin y al cabo ya conoce el camino, es el mismo de la noche anterior. A todo eso ya eran las doce y veinte de la noche, yo seguía cansada y sin hambre. Esperé un tiempo razonable, como cinco minutos y salí. El ventilador girando a un lado y al otro, la tele en marcha, la lámpara, encendida, nada en el techo, nada en el suelo, todo parecía tranquilo, me fui a la galería y cerré la puerta. Por fin volvía a estar sola. Eso me reconfortó y sonreí, hasta me habían venido ganas de cenar.
     Me estaba preparando un sándwich de jamón y queso, cuando al mirar la pantalla de la lámpara, vi algo oscuro dentro, junto a la bombilla. ¿Os lo podéis creer? Pues, creedlo, me acerqué cautelosa, en mi mano derecha el bocadillo con Parkinson, en la izquierda el cuchillo untado de mantequilla, allí estaba colgado de un alambre del interior de la lámpara, el murciélago, cabeza abajo, durmiendo. Parecía tan indefenso, tan repugnante y al mismo tiempo tan tierno. No sé qué me dio pero en ese momento sentí pena y asco, de existir la palabra sería penasco
    Lo observé con detenimiento, sus alas son muy finas, de piel elástica, van desde la barriga y la espalda hasta las patas y la cola, recubiertas de fibras musculares, conductos sanguíneos bien visibles y nervios. Su pelaje es pardo rojizo con el vientre más pálido. Los dos caninos asomaban amenazantes por el hocico triangular. Por lo demás el animal yacía acurrucado, oscilaba ligeramente como un péndulo y su cuerpecito de apenas unos gramos daba sacudidas, bateaba al ritmo de su corazón, que latía, seguro, a mayor velocidad que el mío. Era un animal asustado, eso es lo que sucedía, tan asustado como yo, un animal que buscaba compañía, un mamífero como yo y como tú, pero mucho más feo, que buscaba refugio en mi casa y entonces ocurrió algo increíble, algo inesperado, una locura: decidí adoptarlo. 
     Abrí la puerta de la galería, corría algo de aire, y me puse a cenar tan a gusto, mirándolo sin pestañear. Le puse Penasco de nombre (él ya se reconoce) y guarda casa cuando salgo y al llegar cansada por la noche, la estancia está limpia de mosquitos, polillas, arañas y de las indeseables hormigas que invadían antes mi cocina. A cambio le permito dormir dentro, en la lámpara, y fuera, en la galería, entre las sábanas blancas colgadas del tendedero. 
     Es un animal atípico: duerme de noche y caza de día. Le he enseñado a defecar en un cubilete gris, su guano es saludable para mis plantas. Cuando está despierto, ya no me espanta verlo voltear por el apartamento. Le doy a beber leche y come carne trinchadita con algo de sangre. Con frecuencia miramos la tele juntos, mientras él revolotea por la pantalla buscando alimento fresco y yo le digo que se aparte que no veo. Una compañía adorable, mi Pipistrellus pipistrellus (así se llama su especie, me he informado) un auténtico y peliagudo mamífero como tú y yo, más o menos. 

No hay comentarios:

Publicar un comentario