martes, 18 de agosto de 2015

Relato 73



                                        Fantasmal

 Debe tener más o menos la misma edad que tendría mi hermano Víctor, unos setenta. En invierno suele llevar abrigo marengo con solapas levantadas y guantes de lana azulina. Por primavera, una chaqueta vieja, raída y gris, bolsillos desbocados y las manos dentro. Ahora, en verano, le da por vestir camisas lisas, blancas y con las mangas remangadas. Siempre las mismas gafas de sol, oscuras, haga el tiempo que haga, los mismos pantalones largos, sin dobladillo, barba de días, cabello ralo, desaliñado.
       Anda tieso, con la mirada recta, hacia adelante, lejos, muy lejos. A veces agacha la cabeza, y mira el suelo, en especial cuando viene gente, para evitarla. Nunca saluda, siempre hace el mismo camino y los mismos gestos mecánicamente, incluso cuando se desvía para tirar una pequeña bolsa negra en una papelera del paseo, también entonces se repite. Resulta previsible y eso me llama la atención, lo veo raro, enigmático, verle pasar por delante de mi casa, decaído, con ese ritmo pausado y  ademán cansino, si pudiera verse en una película él mismo, creo, se sorprendería. Vive en el edificio de al lado, igual que el mío, el que compartía con mi hermano, frente al paseo marítimo, y desde hace unos tres años le veo rondar con este aire lánguido cada mañana, hacia las once, por delante del balcón. 
     Parsimonioso, llega a la esquina, se para, mira arriba y abajo y si no hay coches cruza la calle raudo hasta desvanecerse de mi vista. Como una escena ensayada, ya perfecta. Llevo meses preguntándome qué le pasa, a dónde va, el por qué. En más de una ocasión he estado tentado de bajar a preguntarle, pero no, no me atrevo, puede que tema saberlo o que me contagie algo, yo que sé, la soledad o la muerte por ejemplo. No es que me sienta amenazado, me incomoda, me recuerda a Víctor, también él era taciturno y huraño y verle pasar cada día como si fuera un cadáver viviente me produce escalofríos. Es algo instintivo, mi cuerpo se tensa, siente su desprecio, como si pasara de todos y de todo, como si la vida le importara un bledo. Hacia las tres vuelve por el mismo camino, anda a trompicones, esquivando las palmeras del paseo con habilidad, por el mismo sitio, como sonámbulo. De su mano derecha cuelga una bolsa transparente con tres o cuatro cervezas de lata, San Miguel, leo, y lleva además algo alargado envuelto en papel de aluminio, parece un bocadillo. Así cada día. 
     Cuando llega a la altura de su edificio se sienta en el banco que tiene delante, se sienta cuando no está ocupado,(cuando lo está lo hace en el siguiente) y se deja caer pesadamente. Se remueve en el asiento, busca el mejor apoyo, se acomoda en el respaldo, se toma su tiempo, la bolsa entre las piernas, levanta el mentón, eleva ligeramente los hombros, suspira, se ajusta las gafas oscuras, luego otro soplido, más suave, siempre lo mismo y se queda pasmado mirando el mar, más allá de los espigones, con la cara altiva y sus gafas oscuras, hipnotizado por la lejanía, como si inspeccionara el horizonte y se preguntara qué hace ahí él sentado en un banco del paseo, solo, triste y ciego y sin nada más que hacer. 
     Al cabo de unos diez minutos se despierta del trance, se agacha, parece más animado, recoge la bolsa, se pone de pie de un golpe y se da la vuelta. Y se va a su casa, clavada a la mía, zigzagueando, con su abrigo marengo en invierno y su camisa blanca arremangada en verano, pero siempre, siempre con ese aire suyo tan infinitamente fantasmal. 
     Como mi hermano Víctor.

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