martes, 2 de agosto de 2016

Relato 123

                                Contraseña                        A María Cinta

        —Ve a por unos caracoles, Toni, que los pondremos a las patatas, que me he quedado sin bacalao.
        —Voy, tío.
        Antonio deja los soldaditos de plomo con los que estaba jugando en el suelo, descuelga hábilmente de un clavo una gorra verde con las iniciales DDT, baja las escaleras sin barandilla de dos en dos, cruza la cortina de plástico, da un silbido, viene Estrella meneando la cola y se van afuera, a buscar caracoles por los márgenes de piedra y en las zonas húmedas cercanas al pozo del segundo bancal. Es domingo, mediodía y el sol abrasa. No dejan trabajar, ni segar ni trillar en domingo. Los domingos son fiestas de guardar. Vuelve sudando.
        —He traído diez, tío, dos son blanquillas.
        —Dámelos, lavémoslos un poco.
        Pedro, que así se llama el tío de Antonio, tiene preparado un cubo con un poco de agua de la cisterna, toma los caracoles entre las manos, los refriega enérgicamente en el agua y los echa tal cual a la olla del fuego, donde además de las patatas hierven un par de dientes de ajos y  una cebolla cortada.
        La chimenea es enorme, aún cuelga la cadena de la llar del caldero pero ahora usan el trébede, más práctico y la olla, de barro recocido, gotea un poco por una grieta del culo. Junto al fuego hay ramas y algunos troncos de olivo y en un estante mugriento tres lámparas de aceite con sus mechas desgastadas y dos de carburo, de aluminio brillante. 
        —Enseguida estarán, prepara la mesa.
        Antonio toma dos platos hondos del trinchero, son de barro esmaltado con un gallo policromado en el fondo, y los deja sobre el hule de la mesa y pone un par de cubiertos de alpaca. De servilletas utilizan el pañuelo.
        Pedro ha preparado una ensalada a base de lechuga cortada, dos tomates y aceituna negras que ha cogido de la tinaja de cosecha propia con un cucharón agujereado de madera. Sirve las patatas y los caracoles.
        —A comer.       
        Se sientan en las dos sillas de anea disponibles. De la rama han improvisado dos palillos. Comen con hambre. Ambos visten pantalón corto y camiseta raída, el hombre calza albarcas, el chaval chanclas. Se ha levantado un poco de ábrego y golpea la persiana que da a la era. Se escuchan las cigarras y el trasiego de los gorriones y el golpeo de las pezuñas de la mula de la cuadra de abajo.
        —Está bueno.
        —Sí.
        —Ponemos el transistor, tío.
        —Luego, cuando termine el parte.
        El transistor es un Marconi, de la medida de una pastilla de jabón Lagarto, pero más delgado, con una funda de piel desgastada, con un orificio grande para el altavoz. Lleva una antena telescópica pero no girante, hay que mover el aparato para sintonizar las emisoras. 
        —Tío.
        —¿Qué?   
        —¿Ponemos la radio?, que van a empezar el programa de las canciones dedicadas.
        —Vale.
        Antonio pone en marcha el aparato, hay que cambiar pronto las pilas, tío —dice en voz alta y tantea con finura el dial donde la emisora se oye mejor hasta encontrarla.
        El programa radiofónico acaba de empezar y precisamente la primera canción que suena es para ellos dos. Iniciamos la emisión de hoy, 4 de agosto de 1963 —dice el locutor— con una canción que sus familiares dedican con mucho cariño al Sr. Pedro Masip y a su sobrino Antonio que se encuentran en las afueras de Mora de Ebro en un día muy, pero que muy especial para toda la familia. La canción que le dedican con todo su amor es El Pireo.
        —¡El Pireo, tío, es una niña, he tenido una hermanita, tío, una hermanita!
        —¿Pero, no era la de los cuatro muleros?
        —No, tío, esa era por si nacía un niño, la del Pireo era para una niña, esta es la contraseña, tío, he tenido una hermanita y le llevaré 10 años, tío, ¡qué alegría!

        Y se pusieron a saltar y a abrazarse y a rodear la mesa de júbilo, y Estrella subió de la entrada y empezó a ladrar y a brincar loca de contenta en torno a ellos. Llevaban seis días en aquella masía remota, Perles, y aún les quedaban tres para regresar al pueblo con el carro y la mula, dos horas de camino, y poder llamar desde una centralita a Barcelona para asegurarse y celebrar así la excelente noticia ¡Menuda impaciencia!  

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