martes, 23 de agosto de 2016

Relato 126




                                            Insomnio      

Hace tiempo que dejó de tomar café, incluso descafeinado, supone él que algo de cafeína llevará, por poco que sea, demasiado. Y es que ha comprobado que el café le excita, a veces hasta la taquicardia y le altera gravemente el sueño nocturno. No es ninguna novedad, le pasa a mucha gente. Tanto da cuando se lo tome. Si con el desayuno, luego a la noche, oye una vocecita interior que le dice: es por el café que te tomaste a la mañana, Víctor, que no te deja dormir. Mi hombre está convencido que el cuerpo guarda memoria de esta droga para recordárselo luego y se lo suelta mientras intenta dormirse. Tampoco toma refrescos de cola por el mismo motivo. La última vez que tomó una Coca-Cola, y fue apenas un sorbo de media tarde, pasó la noche pulcramente en blanco. Al día siguiente, el pobre, no vale ni para rastrillar. Se le caen el móvil de la mano, los párpados, las cejas, los ojos. Se arrastra por la oficina sin dejar de bostezar, se mueve como un buzo, no coordina ni lo que dice ni lo que hace, todo se le mezcla en la cabeza y sólo le apetece un rincón para cerrar los ojos y descansar. —Vaya nochecita de farra que has pasado, tío —le dice Pascual, su compañero de mesa. Si tú supieras —le contesta— sin especificar, para mantener la fama de noctámbulo juerguista que él mismo ha confabulado. Cuando antes salía de noche lo hacía con un amigo quien a todas horas bebía Coca-Cola, de las de verdad, que por entonces no habían tantos gustos. No bebía agua para nada, sólo este refresco yanqui siempre bien frío y con cualquier tipo de comida. Ricardo, que así es como se llamaba ese colega suyo, (hace años que no se han visto, lo sé a ciencia cierta) era un adicto a la cafeína, no le afectaba para nada, dormía y hacía el amor plácidamente y el único síntoma que tenía era el de estar todo el tiempo balanceando ambas piernas, de aquí para allá, incluso sentado. Tenía lo que ahora se conoce como síndrome de piernas inquietas. Tal vez Ricardo estuviera enfermo, aunque no le afectara el sueño. (En realidad de enfermo, nada de nada). En cuanto a Víctor, acostumbra a tomarse antes de acostarse una infusión de Valeriana, que le hace de somnífero natural. Adora la Valeriana. Se la imagina mujer de mirada seductora, como yo, de larga cabellera rizada, pelirroja y de ademán simple, montada en una bicicleta e invitándole a ir a la campiña. Como sacada de un cartel de Mucha. Suerte tiene de la amiga Valeriana. Sin embargo, esta noche no le está ayudando a dormir, bien al contrario, aquí está en la cama con los ojos como velones encendidos, dando vueltas de un lado a otro, irritado, desvelado, jodiendo. No se lo explica, no hay ninguna preocupación a la vista (supongo) y sin embargo, la mirada al techo, tenso e inmóvil, pensando, retando al desvelo, en posición supina. Posición supina, ¡qué gracia!, así le llamaba el instructor de gimnasia cuando en 4º practicaban la tabla sueca en el suelo pasando de la posición prono a la susodicha. Víctor las diferenciaba porque la supina es, como su propio nombre indica, con el “pino” hacia arriba. Era un tipo fornido el profe, campeón olímpico de anillas, un atleta muy completo. Se imagina ser un gimnasta desafiando el insomnio a las supinas altas horas de la noche y, montado en una bicicleta con anillas voladoras sobrevolando el mar de las Bahamas con la dulce Valeriana, sintiendo la cálida brisa nocturna, cuando sin más el océano se convierte en un huracán de categoría cuatro y femenino de nombre. Resulta frustrante dar tumbos por el catre sin poder conciliar el sueño cuando más lo ansias. Se produce entonces un fenómeno paradójico: cuanto más desea uno dormir menos lo consigue. Su propio empeño se convierte en el mayor obstáculo. Así que Víctor trata de relajarse y de centrarse en la respiración del vientre, pues en cierta ocasión leyó que por la noche practicamos la respiración ventral de modo inconsciente, y en un intento desesperado por dormirse trata de acompasar su respiración a un movimiento imperceptible, con los ojos cerrados, quieto, como si estuviera durmiendo. Así transcurren unos minutos, no sé, bastantes, son ya cerca de las 2, por el rato que hace que nos acostamos. Procura meterse dentro de la respiración, ser aire que entra y sale de ese cuerpo que yace tendido en la cama cara arriba. Adentro, afuera, adentro, afuera, eso es, sosegadamente, muy bien Víctor —farfulla y sigue estático con los brazos extendidos junto al cuerpo. Todo va suave cuando oye un siseo perturbador de la ventana, ¿qué será? y acucia el oído, y otra vez y, ¡gran error!, abre los ojos: ha empezado a llover, ¡maldita sea!, ve el resplandor de un relámpago y se desvela, ¡Oh, no, por favor, sólo quiero dormir!  ¡Hasta el cielo lo tengo en contra! Se le ocurre que al cerebro, siempre alerta, no se le puede engañar con un mero simulacro de sueño. He de probar de nuevo —se dice— ahora con una técnica: la de la meditación. —Eso es— y se  anima. Sin moverse ni una coma, cierra de nuevo los ojos y vuelve a intentarlo, situándose mentalmente en los pies para visualizar cada parte de su cuerpo desde ahí a la cabeza, siguiendo el método de relajación. Sabe bien que el cerebro consume el 40% de la energía total del organismo, de modo que si logra distanciarse con la mente empezando por los pies, ¡qué fríos!, podrá dormirse a medida que las partes de su cuerpo se vayan durmiendo. Concentrado, Víctor los contempla con los ojos cerrados, mientras respira rítmicamente como un fuelle. Ahora tiene la ayuda extra del monótono picoteo de la lluvia contra el cristal. Siempre le ha gustado ver y escuchar el goteo de una tormenta discreta, pacífica, casi callada. Se nota cómodo y en apenas unos minutos ya se encuentra por los tobillos, acercándose a las rodillas y con los pies calientes. Al ascender por las pantorrillas nota un picor en el centro de la mejilla izquierda, debo proseguir inmóvil —musita, centrado en lo mío, la picazón acucia, pero al poco remite y sigue con el pensamiento hasta el vientre. Lo observa subir y bajar con  lentitud y se siente relajado. Lo voy a conseguir  —dice para sus adentros— voy a poder dormirme en seguida, y procura no fomentar ansiedad alguna para no desvelarse. Ahora nota que le pica la nariz, ¡cómo le pica!, le causa más enojo que cuando lo de la mejilla, ¿qué hago?, y para desviar la atención aprieta el entrecejo centrándose más en el sube y baja de la barriga. En estos momentos de tensión se acuerda de una frase del profesor atleta. Decía: el éxito se basa en la disciplina y quien insiste consigue siempre su propósito. Se carcajeaba, lucía bíceps voluminosos y  pectorales de esfinge. Recordarlo le ha dado confianza. Percibe como el picazón de la nariz se ha extendido hasta ocupar parte del labio superior y el filtro, lo observa con detalle, le hace compañía un rato, ¡qué remedio! resiste a moverse y al cabo de unos segundos largos el comezón se va. Sonríe satisfecho. Esto promete,—se dice, y ya casi se ve durmiendo, va a conseguirlo. Escucha las tres y media. En seguida centra su atención en el pecho, observa el latir de su corazón retumbando suave en el hueco de las costillas e imagina la ubicación de los pulmones: los ve hincharse y  aflojarse, acompasados, enormes, gelatinosos, y todo el cuerpo de Víctor se afloja sobre la cama como un pelele y siente la levedad del ser que se hunde en un espumoso colchón, envuelto en sábanas azules y flotando en el cielo. En ese momento crítico percibe un febril hormigueo en los dedos de manos y pies, incluso el inicio de un calambre en el dedo gordo del pie derecho, pero ya nada le afecta, ha tomado carrerilla y ha cruzado el umbral de los sentidos ruidosos. Muy centrado en la respiración ventral escucha el tintineo de la lluvia que se mezcla con el regular batir del corazón, y se convierte en un flamante bergantín de vapor suspendido en el mar que avanza silencioso a cada vaivén del pistón, arriba y abajo, arriba y abajo, a ritmo de cada respiración, mientras echa humo oscuro por una chimenea azul. Y entonces lo consigue, Víctor se duerme.
         Luego un ruido ensordecedor de la calle transforma el buque de vapor cerúleo en un camión de recogida de basuras gris merengue y cabreado decide levantarse e ir a su despacho, a eso de las cuatro, a escribir sobre el insomnio, despertándome.
        
        ¿Os lo podéis creer? Rematadamente jodido y absurdo. (Con Ricardo eso no me ha sucedido nunca). 

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