Insomnio
Hace tiempo que dejó de tomar café, incluso descafeinado, supone
él que algo de cafeína llevará, por poco que sea, demasiado. Y es que ha
comprobado que el café le excita, a veces hasta la taquicardia y le altera
gravemente el sueño nocturno. No es ninguna novedad, le pasa a mucha gente. Tanto
da cuando se lo tome. Si con el desayuno, luego a la noche, oye una vocecita
interior que le dice: es por el café que te tomaste a la mañana, Víctor, que no
te deja dormir. Mi hombre está convencido que el cuerpo guarda memoria de esta
droga para recordárselo luego y se lo suelta mientras intenta dormirse. Tampoco
toma refrescos de cola por el mismo motivo. La última vez que tomó una Coca-Cola,
y fue apenas un sorbo de media tarde, pasó la noche pulcramente en blanco. Al
día siguiente, el pobre, no vale ni para rastrillar. Se le caen el móvil de la
mano, los párpados, las cejas, los ojos. Se arrastra por la oficina sin dejar
de bostezar, se mueve como un buzo, no coordina ni lo que dice ni lo que hace, todo
se le mezcla en la cabeza y sólo le apetece un rincón para cerrar los ojos y
descansar. —Vaya nochecita de farra que has pasado, tío —le dice Pascual, su
compañero de mesa. Si tú supieras —le contesta— sin especificar, para mantener la
fama de noctámbulo juerguista que él mismo ha confabulado. Cuando antes salía
de noche lo hacía con un amigo quien a todas horas bebía Coca-Cola, de las de
verdad, que por entonces no habían tantos gustos. No bebía agua para nada, sólo
este refresco yanqui siempre bien frío y con cualquier tipo de comida. Ricardo,
que así es como se llamaba ese colega suyo, (hace años que no se han visto, lo
sé a ciencia cierta) era un adicto a la cafeína, no le afectaba para nada,
dormía y hacía el amor plácidamente y el único síntoma que tenía era el de
estar todo el tiempo balanceando ambas piernas, de aquí para allá, incluso
sentado. Tenía lo que ahora se conoce como síndrome
de piernas inquietas. Tal
vez Ricardo estuviera enfermo, aunque no le afectara el sueño. (En realidad de
enfermo, nada de nada). En cuanto a Víctor, acostumbra a tomarse antes de
acostarse una infusión de Valeriana, que le hace de somnífero natural. Adora la
Valeriana. Se la imagina mujer de mirada seductora, como yo, de larga cabellera
rizada, pelirroja y de ademán simple, montada en una bicicleta e invitándole a
ir a la campiña. Como sacada de un cartel de Mucha. Suerte tiene de la amiga
Valeriana. Sin embargo, esta noche no le está ayudando a dormir, bien al
contrario, aquí está en la cama con los ojos como velones encendidos, dando
vueltas de un lado a otro, irritado, desvelado, jodiendo. No se lo explica, no
hay ninguna preocupación a la vista (supongo) y sin embargo, la mirada al
techo, tenso e inmóvil, pensando, retando al desvelo, en posición supina.
Posición supina, ¡qué gracia!, así le llamaba el instructor de gimnasia cuando
en 4º practicaban la tabla sueca en el suelo pasando de la posición prono a la
susodicha. Víctor las diferenciaba porque la supina es, como su propio nombre
indica, con el “pino” hacia arriba. Era un tipo fornido el profe, campeón
olímpico de anillas, un atleta muy completo. Se imagina ser un gimnasta
desafiando el insomnio a las supinas altas horas de la noche y, montado en una
bicicleta con anillas voladoras sobrevolando el mar de las Bahamas con la dulce
Valeriana, sintiendo la cálida brisa nocturna, cuando sin más el océano se
convierte en un huracán de categoría cuatro y femenino de nombre. Resulta
frustrante dar tumbos por el catre sin poder conciliar el sueño cuando más lo
ansias. Se produce entonces un fenómeno paradójico: cuanto más desea uno dormir
menos lo consigue. Su propio empeño se convierte en el mayor obstáculo. Así que
Víctor trata de relajarse y de centrarse en la respiración del vientre, pues en
cierta ocasión leyó que por la noche practicamos la respiración ventral de modo
inconsciente, y en un intento desesperado por dormirse trata de acompasar su
respiración a un movimiento imperceptible, con los ojos cerrados, quieto, como
si estuviera durmiendo. Así transcurren unos minutos, no sé, bastantes, son ya
cerca de las 2, por el rato que hace que nos acostamos. Procura meterse dentro
de la respiración, ser aire que entra y sale de ese cuerpo que yace tendido en
la cama cara arriba. Adentro, afuera, adentro, afuera, eso es, sosegadamente,
muy bien Víctor —farfulla y sigue estático con los brazos extendidos junto al
cuerpo. Todo va suave cuando oye un siseo perturbador de la ventana, ¿qué será?
y acucia el oído, y otra vez y, ¡gran error!, abre los ojos: ha empezado a
llover, ¡maldita sea!, ve el resplandor de un relámpago y se desvela, ¡Oh, no,
por favor, sólo quiero dormir! ¡Hasta el
cielo lo tengo en contra! Se le ocurre que al cerebro, siempre alerta, no se le
puede engañar con un mero simulacro de sueño. He de probar de nuevo —se dice—
ahora con una técnica: la de la meditación. —Eso es— y se anima. Sin moverse ni una coma, cierra de
nuevo los ojos y vuelve a intentarlo, situándose mentalmente en los pies para visualizar
cada parte de su cuerpo desde ahí a la cabeza, siguiendo el método de
relajación. Sabe bien que el cerebro consume el 40% de la energía total del
organismo, de modo que si logra distanciarse con la mente empezando por los
pies, ¡qué fríos!, podrá dormirse a medida que las partes de su cuerpo se vayan
durmiendo. Concentrado, Víctor los contempla con los ojos cerrados, mientras
respira rítmicamente como un fuelle. Ahora tiene la ayuda extra del monótono
picoteo de la lluvia contra el cristal. Siempre le ha gustado ver y escuchar el
goteo de una tormenta discreta, pacífica, casi callada. Se nota cómodo y en
apenas unos minutos ya se encuentra por los tobillos, acercándose a las
rodillas y con los pies calientes. Al ascender por las pantorrillas nota un
picor en el centro de la mejilla izquierda, debo proseguir inmóvil —musita,
centrado en lo mío, la picazón acucia, pero al poco remite y sigue con el
pensamiento hasta el vientre. Lo observa subir y bajar con lentitud y se siente relajado. Lo voy a
conseguir —dice para sus adentros— voy a
poder dormirme en seguida, y procura no fomentar ansiedad alguna para no
desvelarse. Ahora nota que le pica la nariz, ¡cómo le pica!, le causa más enojo
que cuando lo de la mejilla, ¿qué hago?, y para desviar la atención aprieta el
entrecejo centrándose más en el sube y baja de la barriga. En estos momentos de
tensión se acuerda de una frase del profesor atleta. Decía: el éxito se basa en
la disciplina y quien insiste consigue siempre su propósito. Se carcajeaba,
lucía bíceps voluminosos y pectorales de
esfinge. Recordarlo le ha dado confianza. Percibe como el picazón de la nariz
se ha extendido hasta ocupar parte del labio superior y el filtro, lo observa
con detalle, le hace compañía un rato, ¡qué remedio! resiste a moverse y al
cabo de unos segundos largos el comezón se va. Sonríe satisfecho. Esto promete,—se
dice, y ya casi se ve durmiendo, va a conseguirlo. Escucha las tres y media. En
seguida centra su atención en el pecho, observa el latir de su corazón
retumbando suave en el hueco de las costillas e imagina la ubicación de los
pulmones: los ve hincharse y aflojarse,
acompasados, enormes, gelatinosos, y todo el cuerpo de Víctor se afloja sobre
la cama como un pelele y siente la levedad del ser que se hunde en un espumoso
colchón, envuelto en sábanas azules y flotando en el cielo. En ese momento
crítico percibe un febril hormigueo en los dedos de manos y pies, incluso el
inicio de un calambre en el dedo gordo del pie derecho, pero ya nada le afecta,
ha tomado carrerilla y ha cruzado el umbral de los sentidos ruidosos. Muy centrado
en la respiración ventral escucha el tintineo de la lluvia que se mezcla con el
regular batir del corazón, y se convierte en un flamante bergantín de vapor
suspendido en el mar que avanza silencioso a cada vaivén del pistón, arriba y
abajo, arriba y abajo, a ritmo de cada respiración, mientras echa humo oscuro
por una chimenea azul. Y entonces lo consigue, Víctor se duerme.
Luego un ruido
ensordecedor de la calle transforma el buque de vapor cerúleo en un camión de
recogida de basuras gris merengue y cabreado decide levantarse e ir a su
despacho, a eso de las cuatro, a escribir sobre el insomnio, despertándome.
¿Os lo podéis creer? Rematadamente jodido y absurdo. (Con Ricardo eso no me ha sucedido nunca).
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