Siesta
—¿Sexo sin pagar?¿A tu edad?
¡No me lo creo!
—Como te lo digo, dos
franchutas, la mar de buenas, una rubia, la otra morena, venían por ese camino,
iban perdidas, buscaban una granja que está al otro lado del valle, me vieron
aireando la paja con la horca y no sé qué les entró al verme, tal vez porque
iba descamisado, que vinieron directas a por mí.
—Sí, hombre, a por ti, con setenta y nueve años.
—Setenta y ocho, aún me quedan dos meses,
no como a ti. Uno que es atractivo.
—Y, ¿qué pasó?
—Venían sudadas y cansadas,
les ofrecí beber agüita fría de mi cántaro.
—¿Me lo pasas?
—Ten.
—Y, qué más?
—Se sentaron ahí en la sombra,
en el poyo ese, les ofrecí el agua, sus camisetas de colores vivos transpiraban
y se transparentaban sus senos. Eran firmes, del tamaño justo de las copas de
champagne. Yo las miraba entre incrédulo y sorprendido y se conoce que a ellas mi
desconcierto les gustó y no paraban de reírse y de mirarse divertidas. Como si se
burlaran o estuvieran coqueteando conmigo, te lo juro, Raimundo, estaban para
comérselas, pero no para mi boca hambrienta, por supuesto. Estoy seguro que les
debí parecer un viejo demonio con mi horca y mis pantalones rojos.
—Y, ¿cuándo fue eso, Teofilo?
—Hace unos días, a principio
del pasado mes de julio, a media mañana, el calor era sofocante, me acababa de duchar
y ya estaba casi sudando; lo que más me apetecía era acabar con el pajar y volver
a la ducha.
—Y esas supuestas francesillas,
¿cómo eran?
—De película. Vestían shorts ajustados,
sandalias de cuerda y camisetas: una naranja y la otra verdosa. No debían tener
más de veinticinco, eso es seguro. Mientras bebían les caía el agua por la canalera, yo
creo que lo hacían a posta o casi y a mí se me caía la baba. Estaban sedientas
y juguetonas. Se echaban miraditas sin parar y se reían como si estuvieran en
un plató de esos. Yo pensé: esas son bolleras. Luego cuando preguntaron por la
granja sin quitar ojo a mi entrepierna, lo reconsideré. Con todo no podía sospechar
lo que iba a ocurrir después. Incluso ahora pienso que tal vez no ocurriera
nada y todo fue un delirio mío, porqué lo que recuerdo que pasó es literalmente
increíble. Ellas estaban muy cerca de mi. Olían a lavanda fresca, el mismo
perfume o a mí me lo pareció que usaba mi mujer, que en paz descanse.
—¿Y os entendías en francés?
—No nos hizo falta. La rubia
me metió mano al paquete. Así, como te lo digo con toda la naturalidad del
mundo, mientras la morena me desabrochaba el cinturón.
—¡Hala, tío!, que no me lo
creo, ya te lo he dicho. Y tú, ¿qué hiciste?
—¿Qué iba a hacer?, Al
principio me resistí, luego, lo acepté. Me apoyé en esa columna, sin decirles
nada, cerré los ojos y les dejé hacer.
—¿Y, entonces?
—Me bajaron los pantalones,
hurgaron por mis calzoncillos y sacaron a la luz el artefacto. Se conoce que
tenían mucha práctica, luego pensé que serían actrices porno por lo bien que
manejaron la situación. No dejaron ni una gota, realmente estaban
sedientas.
—No me lo creo, Teofilo, no me creo que te la limpiaran.
—Ni yo, Raimundo, ni yo. Ya te
digo que puede que todo fuera fruto de mi imaginación. Lo que sí es cierto es
que me tiré luego una siesta de día entero y sin pizca de calor.
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