Inocente
Sus últimas
palabras fueron soy inocente y luego se abrió la trampilla y Juan
Ignacio Echavarría se desplomó como un fardo pesado, ahogando un aullido brusco
y seco. Veía su grueso cuerpo oscilar de un lado a otro pendiendo de la recia
soga como un pelele inservible, recién abandonado, y sabía que se había
cometido una injusticia, que aquel hombre era en cierto modo inocente, inocente
de la muerte de su hermana por el que había sido ahorcado, pero culpable por no
haber evitado que yo la matara. Estábamos en paz, con su muerte se aseguraba mi
silencio para siempre. Las gentes empezaron poco a poco a vaciar la gran plaza
del pueblo, rectangular y porticada, entre murmullos y sonrisas contenidas, cuando
el finado había casi dejado de oscilar y procedían a descargarlo sobre un carro
tirado por dos caballos con orejeras.
Triste final para un terrateniente, otrora
poderoso, y ahora convertido en un saco inerte de sebo. Me quedé hasta que el
carro se fue traqueteando por la esquina soleada, la que da al Este, aún no
eran las diez de la mañana y ya calentaba, camino de la funeraria y de allí, hacia
las doce, y sin velatorio alguno fuimos al cementerio.
Le
seguíamos sus hermanos, esposa, sus dos hijas y algunos amigos. Fue enterrado
en el panteón que los Echavarría tienen en el camposanto de Chiqueras, en la
confluencia con el estado de Chiguaza, México. Esto sucedió el pasado 20 de
noviembre, martes, por más señas, día infame.
Yo la quería.
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