martes, 15 de enero de 2019

Relato 251


                                      Inocente

Sus últimas palabras fueron soy inocente y luego se abrió la trampilla y Juan Ignacio Echavarría se desplomó como un fardo pesado, ahogando un aullido brusco y seco. Veía su grueso cuerpo oscilar de un lado a otro pendiendo de la recia soga como un pelele inservible, recién abandonado, y sabía que se había cometido una injusticia, que aquel hombre era en cierto modo inocente, inocente de la muerte de su hermana por el que había sido ahorcado, pero culpable por no haber evitado que yo la matara. Estábamos en paz, con su muerte se aseguraba mi silencio para siempre. Las gentes empezaron poco a poco a vaciar la gran plaza del pueblo, rectangular y porticada, entre murmullos y sonrisas contenidas, cuando el finado había casi dejado de oscilar y procedían a descargarlo sobre un carro tirado por dos caballos con orejeras.
         Triste final para un terrateniente, otrora poderoso, y ahora convertido en un saco inerte de sebo. Me quedé hasta que el carro se fue traqueteando por la esquina soleada, la que da al Este, aún no eran las diez de la mañana y ya calentaba, camino de la funeraria y de allí, hacia las doce, y sin velatorio alguno fuimos al cementerio.
         Le seguíamos sus hermanos, esposa, sus dos hijas y algunos amigos. Fue enterrado en el panteón que los Echavarría tienen en el camposanto de Chiqueras, en la confluencia con el estado de Chiguaza, México. Esto sucedió el pasado 20 de noviembre, martes, por más señas, día infame.
        Yo la quería.

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