martes, 1 de enero de 2019

Relato 249


                                         Cecile   
       
         —Gare de Nîmes : trente minutes d'arrêt.
        Son las cuatro de la madrugada, no ha pegado ojo, entre el traqueteo del tren y los ronquidos del de abajo, y a las nueve en París, llegará hecho un guiñapo, seguro. Y encima, esta litera horrenda que me destroza las lumbares, ¿cuantas vueltas habré dado?, tantas como la estación internacional, por lo menos. Tiene media hora y ¿si bajo a estirar un poco las piernas y tomo algo caliente?, ¿dónde he guardado la linterna? Por el que ronca no hay problema, pero no quiere jorobar a los otros dos. Con los labios pegados apenas puede pensar, la lengua seca, sin agua en el botellín y sudando, todo le incomoda, le ahoga el aire viciado del compartimento, apestan los calcetines de camembert derretidos por la calefacción. Es excesiva la calor, estos franceses, no puede quitarse nada más, se asfixio, ¡si voy en calzoncillos!, exclama.
        ¿Qué hago encerrado en un tren nocturno un treinta y uno de diciembre, medio intoxicado y sin sueño? No lo sé, se lo preguntaré a mi hermano, cuando llegue. Necesita bajar, desentumecer los músculos, echar unas caladas, respirar aire puro, beber, sobre todo beber, afuera esté nevando. El frío le frena, si hace ruido seguro que los de enfrente se despiertan. Ha de moverse con delicadeza. Hermosa palabra, delicadeza. En el compartimento domina el solo del roncador incansable, los otros dos se turnan con sus soplidos en la peculiar orquesta de viento. El gabán lo tengo en la percha, la ropa al pie de la cama, orinar me iría bien, claro, ahora que lo noto, muy bien. Mejor me levanto, aún se me pasará la media hora y aquí seguiré quebrando mi suerte, que si sí, que si no.
        Paúl se incorpora del catre y se da sin querer un coscorrón con el techo del vagón, ¡hostia!, suelta bajito. A tientas y con la linterna encendida, busca la ropa, se medio viste como puede y desciende la escalerilla. A la altura del suelo el olor se hace más pestilente. Aguanta el aire cerrando la boca, coge las botas, la cartera, el móvil  y el gabán, y con la linterna aún encendida sale sigiloso como una sombra del departamento. Tras la puerta, los brontosauros callan, respira aliviado, la luz de fuera le espabila. Se acaba de vestir en el pasillo, se abrocha el gabán, se enrosca en el cuello la bufanda amarilla que le regaló Cecile y se enfunda los guantes de piel. Aún así el pasamanos sigue helado, los cristales empañados, con topos de nieve pegados por fuera, deshaciéndose. No le gusta Nîmes, no le gusta que del anfiteatro romano hayan hecho una plaza de toros. Huye del pasillo reconvertido en burladero buscando la salida. Pulsa el botón de la puerta, que se abre a trompicones por la nieve acumulada en el estribo, un chasquido escarchado le da en toda la espinada, siente el cortante metal del estilete que parece seccionarle la médula como en un descabello. ¡Hostia!, ¡qué latigazo! Paúl desciende tembloroso al andén. Sigue nevando.
        ¡Hostia!, ¡qué frío!, camina encogido, mira el suelo, la nieve cruje a sus pies, las botas se hunden medio palmo, camina con dificultad, tampoco queda lejos la cantina, ningún pasajero. Se detiene y respira hondo, siente el aire frío adentrarse en sus pulmones, se toma unos segundos, humea el aire que expulsa de su boca, los copos de nieve le cubren como un cucurucho de nata, abre las manos y se colma los guantes de nieve, se los friega por la cara, siente el frescor, le revitaliza, ¡qué sabrosa la nieve!, exclama. Levanta la cabeza, abre la boca como si fuera una ballena, cierra los ojos y engulle maná del cielo, vistiéndose de copos nacarados, glaciares y espesos. Huele intenso a petróleo y a creosota, piel de gallina, qué rápida la memoria olfativa, en un instante ha vuelto al andén de su infancia. Pero ahora no puede perder el tiempo le urge y mucho beber y orinar.
         Como sea que sigue solo, allí mismo orina. Sale vapor del chorrito amarillento, que salpica en la nieve y hace un agujerito donde impacta, como un cráter o un coso hirviente. Se aleja unos metros y se guarece bajo un tejadillo metálico donde de una máquina expendedora extrae una botella de litro y medio de agua. Se la bebe de un trago. La necesitaba, compra otra para completar el viaje y un paquete de galletas con chocolate. Lleva las solapas levantadas, la capucha puesta, con las manos entumecidas rompe el precinto y  mordisquea las galletas, algo reblandecidas. Luego enciende el cigarrillo, un Winston, anda un poco, pendiente del reloj y de no resbalarse. Si no fuera por Cecile, ¿de qué hubiera aceptado la invitación de mi hermano? ¿De qué entrar juntos el nuevo año? Te presento a Cecile, le dijo hace un tiempo en Barcelona, es mi novia, nos casaremos. ¿Quieres ser tú nuestro padrino de bodas?
        Y lo fue a regañadientes. Su hermano no se entera de nada, inocentón como es, no se la puedo jugar, no por una mujer, ni por Cecile. Lo que siente por ella es impronunciable, demasiado hermoso para rebajarlo a la arena de las palabras; desde el primer día, cuando se la presentó. Una fascinación que le supera. Creo que ella intuye algo, pero no puedo hacerle esta faena, a mi hermano, no.
        El temporal de nieve amaina, un viento crudo y racheado embiste ahora, bate carteles, levanta nevisca que le salpica en los ojos, echándole polvillo que le hace lloriquear. No le da tiempo de tomarse nada caliente, para nada, ni un mísero coñac. Apura el pitillo que se incendia empitonado, y se protege del gélido aire encogiéndose bajo el gabán. Tirita el bravo toro congelado de la noche con sus banderillas ensangrentadas. Paúl aplasta la colilla en la nieve. Cecile aguarda, los dinosaurios aguardan, hasta el nuevo año aguarda. 
        ―Passagers à bord du train.

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