Ahogamiento
Nada hacia
presagiar el ahogamiento. Ayer a la tarde. Nada ni nadie. La mar, en calma, el sol, menguante, la playa,
repleta de bañistas, el bochorno, asfixiante, la bandera, verde, los
socorristas, en su caseta. Con todo, la señora, de piel blanca, voluminosa, de
unos setenta años, se ahogó a eso de las seis de la tarde. Lo vimos desde el
balcón del apartamento alquilado, primera línea de mar. Aún nos dura el
tembleque, como si sucediera ahora. Un hombre con bañador oscuro sale del mar
con una mujer en brazos. El hombre, alterado, la mujer, inconsciente. Se abre
paso entre el gentío, a ella le cuelgan los brazos, la deposita en la arena,
cae a plomo, lleva un bañador de flores, no se mueve. El hombre se arrodilla
ante ella, le ladea la cabeza, con la mirada pide ayuda, alguien usa un móvil,
mira hacia la caseta, el hombre une sus manos, fricciona el pecho de la señora
una y otra vez, se forma un pequeño corro en su derredor, el hombre ni para ni
levanta la cabeza, ella no responde. Nadie más cerca, ningún familiar. Vemos
como el cuerpo de la yacente se balancea en la arena, las manos plegadas del
hombre se aceleran, se hunden rítmicamente en el pecho, arriba, abajo, ella no
reacciona, él no abandona.
La playa se ha quedado quieta, una
fotografía. Nadie nada, nadie habla, nadie hace nada, todos pendientes de lo
que ocurre en la arena, allí donde tratan de salvar a una ahogada. De un
edificio cercano sale una mujer joven, morena, lleva una cinta ancha en el
pelo, atraviesa el paseo, se les acerca corriendo, cruza el corrillo, habla con
el hombre, se arrodilla ante la señora, le sustituye, masajea el pecho,
vigorosa, un tiempo largo, de vez en cuando revisa su boca, no vomita agua,
sigue hundiendo sus manos en la carne de la señora, se la ve segura. El hombre
se ha puesto de pie, se pasea el brazo por la frente, pide al corrillo que se
abra, hace gestos, aire para la ahogada, mira la caseta.
A la carrera vienen dos socorristas, uno
lleva gafas, va tan rápido que se deja caer, con los pies les echa arena
encima. Sustituye a la mujer de la cinta, presiona el pecho de la ahogada con
fuerza, golpea con desespero, le retira la parte superior del bañador, de vez
en cuando ladea el cuerpo, no vomita agua, continua con las manos, casi puños,
fuera de sí. Le practica el boca a boca. Se le va. Insiste. Él debía estar ahí,
en la bahía, vigilando y no en la caseta. Cada
vez hay más gente mirando, incluso del paseo, el otro socorrista les pide que
se alejen, retira sombrillas, toallas, las lanza lejos, se oyen sirenas, una
camioneta de la Cruz roja viene por la arena, se para junto a la ahogada, el
conductor descarga una camilla y espera. Llega la policía, primero un coche,
luego otros. Establecen un cordón de seguridad de unos diez metros alrededor
del salvamento, más tarde lo amplían, cortan el acceso al paseo, levantan lonas
verdes de unos dos metros, despliegan cinta de prohibido el paso, evitan que
los bañistas se acerquen por el mar, el hombre del bañador oscuro releva al
socorrista, luego, la joven de la cinta blanca, luego, otros. En lo que
nosotros vimos el corazón de la ahogada estuvo siempre estimulado.
Más sirenas, ensordecen, se acercan dos
ambulancias, luego, otras dos, enorme expectación, la fotografía continua, diligentes,
descargan unas maletas metálicas, amarillas, cruzan el murete, acceden veloces
a la arena, donde el siniestro, aplican sobre el cuerpo yerto de la señora unos
aparatos con cables, eso son desfribiladores, dice mi esposa, ¿electroshock?
pregunta mi madre, sí, parecido, para activar la circulación sanguínea, lo
vemos por encima de la lona verde, siguen con el masaje manual, le aplican los
electrodos, una vez y otra, el cuerpo de la señora permanece inerte, caras de
desánimo, los médicos hablan entre ellos, se les acerca el hombre del bañador
negro, explica cómo la ha sacado del agua, hace gestos, flotaba en la playa
repleta de bañistas, nadie se había fijado en ella, sobresalía sin vida. Insisten
con otro desfribilador, insisten, insisten, insisten... Alguien prepara una
inyección, se la inyectan por un vial en el brazo, sostienen en alto un frasco
con un tubito transparente, se la llevan con el gota a gota montada en una
camilla en una de las ambulancias. Un brazo le cuelga por debajo de la sábana
blanca, rodeada de médicos y enfermeros. Ya han dejado de masajearla. Los
socorristas arrían la bandera verde. La gente empieza a moverse, el hechizo se
rompe.
La señora del bañador de flores no
reacciona, su corazón no responde. Lo hemos visto, estamos consternados: han
estado más de una hora y media intentando salvar la vida de una ahogada que tal
vez ha sufrido un paro cardíaco dentro del agua o un corte de digestión o
simplemente había decidido suicidarse a las seis de la tarde en una bahía
tranquila. Nunca lo sabremos.
Cuando al poco bajamos al paseo mi mujer
y yo quisimos desaparecer del lugar, no mi madre que con noventa y un años y
curiosidad de jovencita se acercó a preguntar a un guardia. La vimos regresar,
sonriente, sabéis se ha salvado, nos dijo.
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