martes, 4 de septiembre de 2018

Relato 232


                                      Ahogamiento

Nada hacia presagiar el ahogamiento. Ayer a la tarde. Nada ni nadie.  La mar, en calma, el sol, menguante, la playa, repleta de bañistas, el bochorno, asfixiante, la bandera, verde, los socorristas, en su caseta. Con todo, la señora, de piel blanca, voluminosa, de unos setenta años, se ahogó a eso de las seis de la tarde. Lo vimos desde el balcón del apartamento alquilado, primera línea de mar. Aún nos dura el tembleque, como si sucediera ahora. Un hombre con bañador oscuro sale del mar con una mujer en brazos. El hombre, alterado, la mujer, inconsciente. Se abre paso entre el gentío, a ella le cuelgan los brazos, la deposita en la arena, cae a plomo, lleva un bañador de flores, no se mueve. El hombre se arrodilla ante ella, le ladea la cabeza, con la mirada pide ayuda, alguien usa un móvil, mira hacia la caseta, el hombre une sus manos, fricciona el pecho de la señora una y otra vez, se forma un pequeño corro en su derredor, el hombre ni para ni levanta la cabeza, ella no responde. Nadie más cerca, ningún familiar. Vemos como el cuerpo de la yacente se balancea en la arena, las manos plegadas del hombre se aceleran, se hunden rítmicamente en el pecho, arriba, abajo, ella no reacciona, él no abandona.
        La playa se ha quedado quieta, una fotografía. Nadie nada, nadie habla, nadie hace nada, todos pendientes de lo que ocurre en la arena, allí donde tratan de salvar a una ahogada. De un edificio cercano sale una mujer joven, morena, lleva una cinta ancha en el pelo, atraviesa el paseo, se les acerca corriendo, cruza el corrillo, habla con el hombre, se arrodilla ante la señora, le sustituye, masajea el pecho, vigorosa, un tiempo largo, de vez en cuando revisa su boca, no vomita agua, sigue hundiendo sus manos en la carne de la señora, se la ve segura. El hombre se ha puesto de pie, se pasea el brazo por la frente, pide al corrillo que se abra, hace gestos, aire para la ahogada, mira la caseta.
        A la carrera vienen dos socorristas, uno lleva gafas, va tan rápido que se deja caer, con los pies les echa arena encima. Sustituye a la mujer de la cinta, presiona el pecho de la ahogada con fuerza, golpea con desespero, le retira la parte superior del bañador, de vez en cuando ladea el cuerpo, no vomita agua, continua con las manos, casi puños, fuera de sí. Le practica el boca a boca. Se le va. Insiste. Él debía estar ahí, en la bahía, vigilando y no en la caseta.       Cada vez hay más gente mirando, incluso del paseo, el otro socorrista les pide que se alejen, retira sombrillas, toallas, las lanza lejos, se oyen sirenas, una camioneta de la Cruz roja viene por la arena, se para junto a la ahogada, el conductor descarga una camilla y espera. Llega la policía, primero un coche, luego otros. Establecen un cordón de seguridad de unos diez metros alrededor del salvamento, más tarde lo amplían, cortan el acceso al paseo, levantan lonas verdes de unos dos metros, despliegan cinta de prohibido el paso, evitan que los bañistas se acerquen por el mar, el hombre del bañador oscuro releva al socorrista, luego, la joven de la cinta blanca, luego, otros. En lo que nosotros vimos el corazón de la ahogada estuvo siempre estimulado.
        Más sirenas, ensordecen, se acercan dos ambulancias, luego, otras dos, enorme expectación, la fotografía continua, diligentes, descargan unas maletas metálicas, amarillas, cruzan el murete, acceden veloces a la arena, donde el siniestro, aplican sobre el cuerpo yerto de la señora unos aparatos con cables, eso son desfribiladores, dice mi esposa, ¿electroshock? pregunta mi madre, sí, parecido, para activar la circulación sanguínea, lo vemos por encima de la lona verde, siguen con el masaje manual, le aplican los electrodos, una vez y otra, el cuerpo de la señora permanece inerte, caras de desánimo, los médicos hablan entre ellos, se les acerca el hombre del bañador negro, explica cómo la ha sacado del agua, hace gestos, flotaba en la playa repleta de bañistas, nadie se había fijado en ella, sobresalía sin vida. Insisten con otro desfribilador, insisten, insisten, insisten... Alguien prepara una inyección, se la inyectan por un vial en el brazo, sostienen en alto un frasco con un tubito transparente, se la llevan con el gota a gota montada en una camilla en una de las ambulancias. Un brazo le cuelga por debajo de la sábana blanca, rodeada de médicos y enfermeros. Ya han dejado de masajearla. Los socorristas arrían la bandera verde. La gente empieza a moverse, el hechizo se rompe.   
        La señora del bañador de flores no reacciona, su corazón no responde. Lo hemos visto, estamos consternados: han estado más de una hora y media intentando salvar la vida de una ahogada que tal vez ha sufrido un paro cardíaco dentro del agua o un corte de digestión o simplemente había decidido suicidarse a las seis de la tarde en una bahía tranquila. Nunca lo sabremos.
        Cuando al poco bajamos al paseo mi mujer y yo quisimos desaparecer del lugar, no mi madre que con noventa y un años y curiosidad de jovencita se acercó a preguntar a un guardia. La vimos regresar, sonriente, sabéis se ha salvado, nos dijo.  

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