Mochila
Espera que llegue el autocar de línea y sube, lleva una mochila grande,
pero extrañamente nervioso se la deja en la parada. ¡En qué estaría pensando!
El vehículo arranca y cuando se da cuenta le dice al conductor que pare, que se
ha descuidado la mochila en la acera: creía que la iba a colocar usted en el
portaequipajes. El hombre le responde sin mirarle: no es asunto mío, la mochila
va con el pasajero y usted decide qué
hacer con sus pertenencias, si cargarlas o dejarlas, el viajero es dueño de su
vida, allá usted. Y añade con aire cansino: si tuviera que estar pendiente de
todo, acabaría loco. Y puso la tercera y la cuarta casi al instante, el motor
ronqueó, el tipo, satisfecho, esbozó una sonrisa pérfida, mientras apuraba una breva
maloliente y ocultaba su calvicie con una gorra de plato azul con una estrella
centrada. Será desgraciado, piensa el viejo que acababa de subir y le suplica: por
favor, necesito la mochila, se lo ruego, deténgase. El conductor hace como si
fuera a levantar el pie del acelerador, pero aborta el intento y continúa conduciendo
aquel trasto a mayor velocidad. El viejo piensa, ¿qué le habría costado parar
un instante a ese jodido? Cómo se lo digo a mi hermana? Su hermana Luisa vive
en Tachuela, a 250 kilómetros de donde se encuentra, y lleva algo importante
para ella en la mochila, algo que la liberaría de la depresión en la que está
sumida desde hace trece años. ¿Cómo se lo digo a mi hermana? ¿Me creerá? Avanza
por el pasillo del autocar rápido hacia el fondo, va casi vacío, "en
Lozana se llenará, seguro", repiquetea los cristales con las puntas de los
dedos, aprisa, más aprisa, alcanza el asiento trasero y busca con la mirada la
mochila, la ve al fondo, de pie en la parada, va haciéndose cada vez más y más
pequeña, hasta que la pierde de vista. Se revuelca en el asiento, rebobina
mentalmente, cae en la cuenta de que en realidad lleva poca cosa de valor en la
mochila: unas cuantas piezas de ropa de recambio, un bocadillo de tortilla,
unos planos de la heredad que anhela su hermana, la cabeza de su cuñado, pero
ningún documento personal, ni recuerdo, ninguna fotografía, nada que merezca la
pena. Aliviado, se sienta junto a la ventanilla y contempla el paisaje que
fluye libremente, se frota los ojos, sonríe apenas, musita: mi hermana
comprenderá, comprenderá, seguro.
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