Confesión
Esta historia es verídica
y se puede resumir en pocas palabras: mujer en lecho de muerte confiesa a su
marido después de treinta y cinco años de matrimonio que el hijo que tienen en
común no es de él, sino de un amante que ella tuvo poco antes de casarse.
Es un asunto simple, que sucede con más
frecuencia de lo que se suele admitir, aunque no siempre la mujer se sincera
como ocurre en este caso. Hoy en día con las pruebas genéticas todo quedaría
aclarado de haber sospecha. Pero allí no la hubo.
El hombre educó a su hijo como propio, aunque
no se le parecía físicamente, como destacaron oportunamente sus padres:
—El mentón, si acaso, es lo único que
tenéis en común, ambos son redondeados y
con una hendidura, pero el resto de la cara ha salido a su madre, incluso la
nariz —afirmaban, maravillados.
Efectivamente,
así era y en el carácter a su padre biológico, aunque eso sólo lo sabía ella.
Aquello no fue posible, era un trotamundos, su vida no estaba para quedarse en
aquel pequeño pueblo de provincias, hubiera muerto de inanición, necesitaba
recorrer nuevas tierras, conocer otros estilos de vida, otras mujeres y
ambientes, disfrutar de más aventuras, explorar la Tierra, la fotografía, un
bohemio contumaz, incapaz de comprometerse más allá de sí mismo. Hay tipos así
a montones por todas partes, atractivos, seductores, pero negados para formar y
mantener un hogar, la libertad personal por encima de todo y en este caso por
encima de ella.
Se
quedó prendada de él, de su hombría, como de un alfiler en cuanto lo vio,
canadiense, trilingüe, (francés, inglés y español perfectos) de visita a
Rubiales del Ciervo por un reportaje de viñedos y luego preñada de él cuando ya
la pretendía insistentemente Ignacio, el que luego sería su marido.
Despechada, ante el riesgo de no venirle
la regla, aceptó casarse con Ignacio, el mismo hombre al que quince años
después le confesaría su adulterio en el
lecho de muerte. El engaño se redujo a un ajuste de fechas, a una boda
apresurada y a un oportuno adelantamiento del parto por muy poco y del cual él
nunca sospechó. Simple y rutinario.
El aventurero tomó sus cámaras y regresó
a las Américas, a trabajar para la revista Wild
World, donde unos cuantos años
después en un reportaje sobre el mundo salvaje de las leonas en Tanzania fue
devorado por un grupo de ellas en un descuido inexplicable, cuando ya casi
había terminado su trabajo. Ella se
enteró por las noticias "el famoso fotógrafo Edmond Walker ha muerto
accidentalmente en Tanzania" y desde entonces ya no fue la misma, emocionalmente
empezó a enfermar, luego la tristeza y un cáncer de pulmón acabó con su vida y
murió prendida de un alfiler como una mariposa disecada.
En sus últimas semanas pasaba más tiempo
con su hijo que con su marido, quien acabó por distanciarse de ella, por celos,
por desamor o por lo que fuera, el caso es que la pareja mantenía la apariencia
de estar unida pero la relación era fría como un glaciar alpino.
Sus
cenizas fueron esparcidos por los viñedos de su finca, los mismos viñedos que
había fotografiado su amante canadiense años antes.
Las malas lenguas, siempre a punto en Rubiales
del Ciervo y en todo buen pueblo que se precie, dicen que su confesión postrera
fue una especie de venganza, más que un ataque de sinceridad, que ella jamás
pudo perdonarle a su marido que fuera tan blandengue, su falta de gallardía, su
poca hombruna.
Lo cierto es que Ignacio se quedó
hundido, traicionado por la mujer a la que quería, criticado por el pueblo... y
restó malviviendo como un alma en pena en un caserón medio derruido durante
veinte años, alejado de su hijo y de sus paisanos..., solo y obsesionado.
Cuando por fin pudo practicarse la
prueba de paternidad y liberarse de su obsesión descubrió que él era
verdaderamente el padre de la criatura.
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