martes, 9 de julio de 2019

Relato 276


                                             Confesión

Esta historia es verídica y se puede resumir en pocas palabras: mujer en lecho de muerte confiesa a su marido después de treinta y cinco años de matrimonio que el hijo que tienen en común no es de él, sino de un amante que ella tuvo poco antes de casarse.   
        Es un asunto simple, que sucede con más frecuencia de lo que se suele admitir, aunque no siempre la mujer se sincera como ocurre en este caso. Hoy en día con las pruebas genéticas todo quedaría aclarado de haber sospecha. Pero allí no la hubo.
         El hombre educó a su hijo como propio, aunque no se le parecía físicamente, como destacaron oportunamente sus padres:
        —El mentón, si acaso, es lo único que tenéis en común,  ambos son redondeados y con una hendidura, pero el resto de la cara ha salido a su madre, incluso la nariz —afirmaban, maravillados.
         Efectivamente, así era y en el carácter a su padre biológico, aunque eso sólo lo sabía ella. Aquello no fue posible, era un trotamundos, su vida no estaba para quedarse en aquel pequeño pueblo de provincias, hubiera muerto de inanición, necesitaba recorrer nuevas tierras, conocer otros estilos de vida, otras mujeres y ambientes, disfrutar de más aventuras, explorar la Tierra, la fotografía, un bohemio contumaz, incapaz de comprometerse más allá de sí mismo. Hay tipos así a montones por todas partes, atractivos, seductores, pero negados para formar y mantener un hogar, la libertad personal por encima de todo y en este caso por encima de ella.
         Se quedó prendada de él, de su hombría, como de un alfiler en cuanto lo vio, canadiense, trilingüe, (francés, inglés y español perfectos) de visita a Rubiales del Ciervo por un reportaje de viñedos y luego preñada de él cuando ya la pretendía insistentemente Ignacio, el que luego sería su marido.
        Despechada, ante el riesgo de no venirle la regla, aceptó casarse con Ignacio, el mismo hombre al que quince años después le confesaría su adulterio  en el lecho de muerte. El engaño se redujo a un ajuste de fechas, a una boda apresurada y a un oportuno adelantamiento del parto por muy poco y del cual él nunca sospechó. Simple y rutinario.
        El aventurero tomó sus cámaras y regresó a las Américas, a trabajar para la revista Wild World, donde unos cuantos años después en un reportaje sobre el mundo salvaje de las leonas en Tanzania fue devorado por un grupo de ellas en un descuido inexplicable, cuando ya casi había terminado su trabajo.       Ella se enteró por las noticias "el famoso fotógrafo Edmond Walker ha muerto accidentalmente en Tanzania" y desde entonces ya no fue la misma, emocionalmente empezó a enfermar, luego la tristeza y un cáncer de pulmón acabó con su vida y murió prendida de un alfiler como una mariposa disecada.     
        En sus últimas semanas pasaba más tiempo con su hijo que con su marido, quien acabó por distanciarse de ella, por celos, por desamor o por lo que fuera, el caso es que la pareja mantenía la apariencia de estar unida pero la relación era fría como un glaciar alpino.
         Sus cenizas fueron esparcidos por los viñedos de su finca, los mismos viñedos que había fotografiado su amante canadiense años antes.
         Las malas lenguas, siempre a punto en Rubiales del Ciervo y en todo buen pueblo que se precie, dicen que su confesión postrera fue una especie de venganza, más que un ataque de sinceridad, que ella jamás pudo perdonarle a su marido que fuera tan blandengue, su falta de gallardía, su poca hombruna.
        Lo cierto es que Ignacio se quedó hundido, traicionado por la mujer a la que quería, criticado por el pueblo... y restó malviviendo como un alma en pena en un caserón medio derruido durante veinte años, alejado de su hijo y de sus paisanos..., solo y obsesionado.
        Cuando por fin pudo practicarse la prueba de paternidad y liberarse de su obsesión descubrió que él era verdaderamente el padre de la criatura.   

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