Aquí
“—Aquí vivían los Pruna, ¿verdad, buen hombre?
—Efectivamente, señor, pero de
eso hace mucho. Sólo tiene que ver el estado ruinoso de la mansión. ¿También
usted era del pueblo, señor?
—No, no, estuve aquí sólo una
semana de vacaciones. Vine para celebrar mi doctorado en medicina. Soy francés,
nací en Nantes. Yo era muy joven, ¿sabe, buen hombre?
—Ya decía yo que no le
reconocía. Sepa usted que yo he vivido aquí, en Cantora, toda la vida, fui
alcalde durante treinta y cuatro años, me sabía el nombre de todos los
parroquianos, de uno en uno. Tenía una memoria prodigiosa. De cuando los Pruna
éramos aquí unos cuatro mil. ¿Los conocía, usted, señor, a los Pruna?
—No exactamente, conocí a
Clara, por unos días trabamos cierta amistad.
—Era una gran mujer y una
excelente esposa para Román. Delicada y atenta con todos, sin distinción de
edad ni de rango social, se desvivía por su marido, una filántropa. Gracias a
ella se hicieron muchas mejoras en el pueblo. Eran muy generosos. Él presidía
el Consejo de administración del Grupo Béntica, ¿sabe usted?, el grupo bancario
más poderoso de aquel entonces, que le ocupaba mucho tiempo, siempre viajando y
tenía a su esposa en gran estima y confianza. De los asuntos de aquí se cuidaba
Clara. Sepa usted, señor, que los Pruna eran lo más ricos del pueblo, los más
envidiados. ¿Ve, allí en el fondo, aquel castillo árabe? Pues ellos financiaron
la reconstrucción y ahora se ha convertido en el mayor reclamo turístico de
aquí. Chapurrea bien el castellano por ser usted francés.
—Bueno, me interesó aprender
su idioma, buen hombre, durante un tiempo me carteé con Clara.
—Anda, eso no lo sabía y sepa
usted que a mí no se me escapaba nada.
—Como médico, quería saber mi
opinión profesional y contrastar mi criterio con el de colegas españoles. El
matrimonio, alguno de los dos no podía tener hijos y le interesaba saber si en
Francia había alguna solución moderna.
—Es cierto, se rumoreaba que
no podían tener hijos. Clara pasaba visita en la ciudad, se lo llevaba muy a
escondidas, recuerdo que algunos envidiosos decían los ricos no
pueden tenerlo todo, y eso les consolaba, ya sabe, señor como son en el
pueblo, pero fue un falso rumor. Clara, con casi cuarenta años, tuvo una hija,
tuvo a Clarita, una niña preciosa igualita a su madre.
—Buen hombre, le voy a
confesar un secreto. Clarita es mi hija. Román no podía tener hijos, ella no
podía soportar verle impotente, hacía como si el problema fuera suyo, me lo
pidió, ella le engaño. Román vivió engañado igual que Clarita, quien tomó su
familia como propia, fue su hija legal, pero el padre biológico fui yo. Clara y
yo mantuvimos en secreto este acuerdo toda la vida, pero ahora ante la tenaz
insistencia de Clarita desde allí, ha llegado el momento de desvelárselo. Sí,
Clarita, tú eres hija mía. Te he querido siempre, siempre en la sombra.”
La médium dejó de hablar, dio
un par de sacudidas redoblando todo su cuerpo, de su falda saltó ágil el Pelusa
que se fue asustado del comedor. La médium, aún con los ojos cerrados, lanzó
unas cuantas respiraciones seguidas y profundas acompañadas de unos gritos
sincopados y angustiosos, y al cabo de unos segundos abrió los ojos,
frotándoselos con los nudillos de los dedos. Clarita
Pruna con noventa años lloraba de gozo sentada a su lado en la penumbra.
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