Julia
Quiero tener un
hijo contigo —me dijo una noche y levantó la copa y me miró fijamente y sus
ojos echaban chispas incandescentes.
¡Qué tiempos aquellos! Ahora lo escribo
y se me humedecen los ojos. Los
recuerdos son como la capa de limo que se acumula en las balsas de riego y que
emerge hasta resecarse cuando el nivel del agua desciende.
Eso es exactamente lo que me pasa a mí, que
aparecen sedimentos del pasado cuando uno menos se lo espera, cuando uno baja
la guardia, no sé, y las emociones
afloran. De esto hace treinta años y aún veo a Julia con la copa levantada, las
burbujitas del Blanc pescador ascendiendo alineadas como si
fueran luces de neón, su sonrisa, expectante, medio deformada por el grosor del
cristal por el que la veía, y el intermitente reflejo de una llama titilando en
el centro de la mesa.
Aún la veo, ahí, cenando en el restaurante Costa,
de la Barceloneta, en la pequeña mesa redonda del rincón junto a la ventana que
daba al mar, con su vestido estampado de grandes flores azules, con tirantes
blancos y su melena clara desparramada sobre los hombros y su rostro, limpio de
maquillaje y esos ojazos, grandes y expresivos con el párpado izquierdo algo
caído, sondeándome. ¡Ay, mi querida Julia! Te dije que te quería y era cierto.
Amé a aquella mujer caída del cielo con
quien me tropecé una tarde aciaga y fría en el barrio de la Ribera unos meses
antes. Estaba lloviendo, se le había estropeado el coche y andaba apurada en
medio de la calzada. Le ofrecí mi auxilio, la ayudé a aparcar el Seiscientos
a un lado de la acera, los cláxones desaparecieron, estaba empapada. Sus
cabellos goteaban y caían lacios por sus mejillas y tenía el rimel de los ojos
completamente corrido. Estaba oscuro, tal vez había llorado o fuera la rabia o
el desespero o simplemente la lluvia, no sé,
pero tiritaba, le presté mi gabardina y le propuse tomarnos algo
caliente en un bar cercano, se lo señalé, el Cosmos, te irá bien —le
dije— y aceptó con la mirada.
La escuché, habló mucho, muchísimo, necesitaba
que alguien la escuchara, parecía no haberlo hecho durante siglos, pensé que
seguramente lo necesitaba más que yo.
Hablar la
reconfortó, la escuché atentamente, nos intercambiamos los números de teléfono
fijo, no existían los móviles, ambos estábamos en trámites de separación, aún
no habíamos cumplido ni los veintiocho. Luego la acompañé a casa. Vivía en una
callejuela cercana, a unas manzanas de donde dejó el coche, me devolvió la
gabardina en el portal y me dio un beso en los labios, corto y escueto.
Quedamos en llamarnos.
Hacía rato que había dejado de llover, el olor
a salitre saturaba el ambiente y las luces del puerto me parecieron entonces
más brillantes y nítidas que antes de la tormenta. Pensé que cualquiera hubiera
hecho lo mismo en mi lugar si se hubiera encontrado un gorrión mojado y
abandonado en medio de la calle. Cualquiera.
Aquella noche, hace treinta años, hicimos
el amor sin condón. Fue la última vez. Nunca más te he vuelto a ver. ¡Julia!
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