Maquillaje
―Como
sabéis, queridos, mi trabajo consiste en preparar los cuerpos, dejarlos bien
presentados para que su familia los vea por última vez. Empecé a los doce años
con mi papá que me ingresó en este gremio y comencé con él y con mi tío que
también me enseñó. Con ellos inicié mis primeros trabajos y algunos de vosotros
seguiréis mis pasos. Empecé a vestir los cuerpos, pero no lo hacía bien aún, no
era la hora. Yo les dije que a mí me gustaba, que quería aprender más y hacerlo
mejor. Y les he demostrado que sí, que podía. Me dieron la oportunidad y empecé
a trabajar con ellos.
El
hombre que hablaba ante el micrófono de la sala tendría unos sesenta años,
cabello abundante y cano, cobrizo de piel, de baja estatura y enjuto. Vestía traje
oscuro con corbata negra y leía en voz alta y vellosa unos papeles que tenía en
el atril.
―El
nuestro es un servicio universal, poco reconocido, ayudamos a que gente anónima
se despida mejor de sus difuntos. Yo siento cuando trabajo que cada persona,
que cada alma me está mirando y que debo arreglar su cuerpo con respeto, tanto cuando
acciono sus articulaciones para vencer el rigor mortis o le masajeo enérgicamente
su piel, o cuando le visto o maquillo su rostro. Debo tener máximo respeto por
el ser que se va y procurar darle una buena presentación para la familia. La
última impresión es la que cuenta, lo sabemos, aunque vaya a ser incinerado
como en este caso.
La
voz le salió aflautada en este momento, tuvo que carraspear para recuperar el
aplomo, hizo una pausa para ajustarse la mascarilla y continuó:
―Cuando recibo un cuerpo lo baño, lo
desinfecto, le inyecto formol por la femoral, a veces por la aorta, aspiro el
agua y la sangre residuales con el trocador, y cierro con sutura la incisión.
Voy, como os he dicho con mucho respeto, pero con poco cuidado, nada le hace
daño. Yo le veo como un ser vivo, muerto, no como un muñeco de cera. Algunos
compañeros lo ven como un muñeco de cera, le han perdido el respeto al muerto,
a la muerte. En ocasiones extraigo sus vísceras, las desinfecto, se las vuelvo
a poner y suturo de nuevo. En este caso no ha sido necesario. Lo baño otra vez,
le tapono los orificios con algodón y le visto con la ropa que me ha dado la
familia. No podemos darle la vida al ser querido, pero podemos simularla.
El hombre se detuvo, bajó la mirada
hacia el atril y se secó las lágrimas con un pañuelo de papel. Al poco siguió leyendo
y hablando por el micro:
―Después lo maquillo, el maquillaje de
un difunto no se ha de ver, ha de ser natural, lo más parecido a la vida. Uso
la mejor crema: Tanatos Plus, mejor que la de los teatros,
resiste los tres grados de la cámara. Peinarlo como él lo hacía, si frotas su
cabello, se seca, pues ellos también vivieron y sus almas me observan mientras
les acicalo y merecen todo mi esmero. Tenemos corazón, tenemos familia, tenemos
sentimientos, nos queremos, apreciemos la vida. Es mi trabajo. El contacto
diario con los muertos me hace valorar más la vida, los grandes detalles de la
vida. Cuando llegamos a este mundo somos inexpertos y mientras unos empiezan a
vivir otros empiezan a morir. Siempre trato el cuerpo con cariño, que esto es
ser buen profesional, tratarlo bien, tanto si está vivo como muerto. Podemos
preparar cinco, diez, al día, depende, el trabajo es relativo, papá me decía
que tengo que ser yo, que tengo que estar cerca de mi corazón, permanentemente.
Al hombre se le quebró la voz de nuevo e
hizo una pausa para aclararse la garganta. Señalando el féretro ovalado que
estaba a su derecha prosiguió:
―Tanto
da lo que uno tenga, queridos, todos somos iguales. Aquí, en el laboratorio
entran ricos, pobres, mediocres y de todos los estratos, todos pasan por la
sala de maquillaje y salen por la misma puerta. Ahí cae la vanidad y el
orgullo, aquí termina todo. Cuidar a los hijos a cada instante, en menos de
cinco minutos un descuido puede ser fatal. Preparar un niño es lo más triste
que he tenido que hacer, creedme… Peor que la frialdad de un cadáver es la
indiferencia. Y valorar la vida y estar con la familia, es lo más importante.
Calló unos segundos como queriendo dar
peso a sus últimas palabras… El numeroso grupo de amigos y familia presentes en
la sala le miraban consternados guardando la distancia de seguridad por el
Covid y cubriéndose la boca y nariz con mascarillas negras.
El hombre ladeó la cabeza en dirección al
ataúd, lo miró detenidamente y con respeto, tenía los ojos como uvas de rocío. Con
voz temblorosa les dijo:
―Esta mañana he preparado a papá, me ha
llevado más de una hora, su rostro reluce serenidad y paz, podéis verlo, como
si siguiera entre nosotros. He hecho un gran trabajo, papá, gracias a ti,
espero que te guste.
Y
dirigiéndose al auditorio terminó balbuceando:
―Nuestro duelo será, queridos, mucho más llevadero.
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