martes, 20 de enero de 2015

Relato 43

                                               Borges   
  
Amenaza con morirse. No puede más. Lleva años andando por el fango, no sabe, tal vez siglos. Ante el puente se derrumba. Rueda por el cieno con la mochila y el bastón blanco, sólo unos palmos. Un tronco robusto le corta el paso: su espalda cruje, llueve desde hace rato, está muy oscuro, siempre está muy oscuro para Pedro. Él no lo sabe, pero lleva años ciego, tal vez siglos. Tumbado bajo el tronco se desespera: golpea el lodo con el puño, se lo ensangrienta, gimotea, unos lagrimones le saltan de los ojos y le ensucian. Se acurruca, siente frío, tirita de miedo. Pobre infeliz, está agotado, lleva años rodando, tal vez siglos, no sabe. Quiere descanso, ¡Por Dios!, descanso, y lo mismo le da dormir que morirse. Como un gusano enfangado escucha el goteo interminable de la noche; está a ras del suelo; le parecen nanas. Oye lejano el fragor turbulento del río, discurre por el barranco. Lo tiene muy cerca. Cruzar el puente ahora es temerario. Se imagina una noche estrellada y Pegaso cabalgando: le envidia las alas. Como sea ha de atravesar el puente, no ha llegado hasta allí para rendirse. Además, se lo prometió a Borges. Se sobrepone, ¡heroico! Las piedras nocturnas centellean, le dan alas. Una figura de limo emerge de la penumbra de los siglos, bajo el árbol. Un relámpago oportuno delata su perfil adánico, su carga ancestral, su bastón ensangrentado. Avanza llorando. A cada paso una duda, a cada resbalón una certeza. Se adentra en el puente: es colgante, de cuerdas viejas, algunas podridas. Pedro no sabe, lleva años pisando légamo, pisando jarcias flojas, tal vez siglos. La tormenta arrecia. Un rayo cercano destroza un pico. Tiembla. La noche entera conspira: la torrentera le ruge desde el fondo, el viento certero le azota la cara,  la lluvia le explota la cabeza. Está empapado. Vacila. Siente correr por sus venas la negrura del charco.  “Resiste Pedro, ¡Por Borges!, resiste” —clama desesperado. Eso le da coraje. Blande al aire su cuchillo, lucha en las tinieblas con fantasmas desconocidos, apedaza la noche a cuchillazos. Avanza intrépido, desafiante, hacia su destino como poseído por el fuego de las estrellas. Relampaguea. Pierde pie, pierde el bastón, casi pierde la vida; la noche le golpea con violencia, se aferra a las barandillas de esparto, resbala, cae de morros sobre las cuerdas del pasadero; resisten su peso, ¡Qué suerte! Abajo el infinito. No lo ve, no lo sabe, lleva años muerto, tal vez siglos. Borges le dio su palabra;  le juró que al otro lado vería.   
       Pedro yace sobre las lianas del puente colgante balanceándose a merced del aire fresco de la mañana, mientras chirrían suavemente los mosquetones a los extremos de cada pontón. El sol cabalga presuroso entre las grupas superiores de los grandes árboles sudamericanos, como los Aromos y los Palpales, iluminando la parte sur del río, la mediana del puente y a Pedro por entero. Sobre su cuerpo las cuerdas trenzadas de la barandilla componen una urdimbre de sombras cosidas con hilos naranjados y amarillentos. Su ropa humea, igual que el río y el barranco, igual que los zaguanes y la selva, igual que Pedro mientras respira. Hay esperanzas, él no lo sabe, pero sigue vivo. La lluvia se ha llevado la noche y el sufrimiento, la fatiga, el fango, la pesadilla, y en su rostro agrietado por los siglos amanece una sonrisa. Abajo el río suena fresco y ligero como cascabeles rodando y le parece que son risas que juegan entre saltos y borbotones. Con las manos heridas tantea las cuerdas, aún están mojadas, huelen a esparto, no se fía. Se incorpora lentamente, se sienta con precaución, el sol le quema la cara, mete los pies por los agujeros del  pasadero y mientras oscila peligrosamente se acuerda de Borges, ¡le dio su palabra superlativa! De su mochila, de lo que le queda, toma algo parecido a la palabra soledad que tiene forma de tableta de chocolate, le quita la envoltura plateada, huele dulzona, la arroja directamente al vacío y oye como el eco le responde: ...daaddaad.,daad. Esto le alivia. Una bandada de pinzones viene a hacerle compañía, distingue claramente sus trinos, pero  también cacatúas azules, pintarrajos, colibríes... ,la naturaleza alada le saluda; se acuerda de Pegaso, de cuando le envidiaba las alas. Tira la mochila al barranco, también el cuchillo, así aligera peso y avanza con cuidado por las cuerdas quejumbrosas,  como un tentetieso hasta alcanzar el otro lado. Lleva años cruzando puentes con cuerdas rotas, tal vez siglos, pero él no lo sabe.  Avanza a tientas como siempre, sin pudor se adentra en la virginal cueva de donde -le perjuró mil veces Borges- brota la fuente mágica que le retornará la vista. Se deja guiar por el sonido del agua, la siente muy cerca, se la lleva a la boca, engulle toneladas. Sumerge la cara hasta el cogote, y suspende toda respiración, todo juicio. Espera. Pasan minutos o tal vez horas. No ocurre nada. 
      Entonces comprende: Borges estaba en lo cierto; lleva siglos deambulando a oscuras por el mundo. Ahora Pedro lo sabe.  
             

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