martes, 6 de enero de 2015

Relato 41


                                             Reyes

 Desde el silencio de la inacabable noche escucha sin perder detalle el fragor de los pasos amigos que trasiegan más allá de la puerta del dormitorio y siente  como crece dentro de su pecho el convulso látigo de un corazón acelerado. Me niego a dormirme, no puedo, ¡qué se haga de día, por favor! reclama, lloroso,  ¡ay! si pudiera correr el sol a las ocho de la mañana, qué dichoso sería. Son voces familiares, queridas, voces del mundo de los adultos, del mundo seguro y fiable para un crío de pocos años, voces que no engañan. ―Esto para A, esto para B, esto para C y ¿aquello?. Aquello para los tres, para que lo compartan, no hagas ruido, cuidado, no se despierten, comprueba que estén dormidos―.
        Al poco una delicada sombra se perfila por la hendidura de la puerta, asoma su cabeza de cabellos rizados y un sable de luz irrumpe de repente en el dormitorio, hiriendo de quietud a un niño despierto con los ojos cerrados aparentemente dormido ¡Qué no se rompa la magia! ―Duerme―, escucha que les dice en voz muy queda y la luz huye y se aviva afuera el trasiego, se abren otras puertas, otros silencios expectantes y las mismas palabras, ―duermen, todos duermen―, resume la voz afable y el crío con la respiración retenida vuelve a las sombras del sueño interminable y al movimiento de pasos, de cajas, de papeles, de ruidos amables más allá del fortín de su cama.
        ¡Ojalá fuera ya mañana! 

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