martes, 20 de octubre de 2015

Relato 82



                            Pesadilla                A la memoria de R. QUENEAU

        — ¿Qué decías del botón, amor? —grita ella desde la cocina donde está calentando leche en un cazo.
        —Que lo he perdido, Leda, esta noche, ha sido horrible, una pesadilla—responde él en voz alta y llorona desde el comedor donde está untando de mantequilla cuatro tostadas. Aún lleva el sombrero de fieltro con cordón marrón.
        — ¿Por un botón?
       —Era del abrigo que me regalaste, son valiosos, de piel repujada, el del pecho, imposible de restituir. El amigo del tipo que siempre está empujando, el pelma que te cae tan bien, el que se parece a mi hermano y me jode todos los asientos ¿te acuerdas?, me lo encuentro en plena plaza de Roma y me dice: eh, usted, veintiséis años ¿verdad? Pues sepa que le falta un botón a su abrigo gris, el del corazón. Y fue decírmelo y empezarme a sangrar.
        —¿A sangrar, amor? —inquiere Leda yendo al comedor con la leche en dos tazas de porcelana vidriada. — ¿A sangrar y en colores? ¿Los viste?
       —Sí, Leda, violetas y rojos, colores bien claros. Luego sin más, el pájaro se mofa de mí y me introduce veloz sus dedos de guadaña por el ojal del abrigo, arrancándome el corazón de un estirón certero. Y mana sangre a borbotones y en technicolor. Y me asusto y pido ayuda. Desamparado, en el centro de la plaza pública, con esa oquedad profunda en mí, carcomiéndome y todo lleno de gente, al mediodía y sin que nadie me oiga o vea, nadie y yo desangrándome.
        —No te quemes, amor.
   —Estas dos tostadas son para ti. Nadie, absolutamente nadie. Increíble. Y yo muriéndome. Y enfrente la estación de San Lázaro, tan concurrida. Nadie.
   —Castañeabas los dientes. Me has despertado. Me ha costado volverme a dormir.
      —He intentado cambiar de sueño, sabe Dios que lo he intentado con todas mis fuerzas, todo inútil. Atrapado en un círculo sin salida. Eso era. El boquete en mis entrañas: un agujero negro, ruin y pestilente. Una alcantarilla que se abre, una tumba, la incertidumbre. Sin poder evitarlo, me moría.
       —Y entonces, ¿qué? Pásame la mermelada, amor.
      —Entonces apareciste tú, Leda, en la cocina con un cazo de leche en el fuego gritándome: ¿Qué decías del botón, amor?

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