Torrentera
Anexa a la casa principal y un poco elevada hay una casita de madera que
hace de pequeño taller de bricolage de José Miranda y su hijo Carlos. Arreglan
bicicletas, la pasión que el padre ha transmitido al pequeño. Tal vez algún
día, hijo, tú también participes en el Tour
y quedes entre los diez primeros. Guardan las herramientas en un armario de
plástico rígido bien organizado con las llaves fijas e inglesas a un lado y los
recambios en otro, hay un pequeño mostrador recubierto de hojalata para el montaje de
piezas y el compresor de inflado con manómetro. El taller, montado por el
propio José, tiene el suelo de cristal blindado y está encima de una
torrentera, y permite el paso vertiginoso de la lluvia cuando rugen las
tempestades en la montaña. Les agrada contemplar el paso del agua bajo sus pies
y escuchar los murmullos de cascada mientras reparan bicicletas en silencio, lo
prefieren a la ruidosa radio.
Este mediodía sin embargo ha
empezado a llover y ahora mismo está lloviendo mucho. Oyen el gotear intenso de
la lluvia sobre el tejado de zinc y el reverbero del agua evacuando por los
desagües de la casita. No hay goteras, José mira el techo, celebra haber sido
concienzudo con la tela asfáltica, está cayendo agua, a mansalva, incluso
piedras de buen tamaño, repican como una melodía amorfa, estamos a salvo, le
dice a su hijo, quien, paralizado, le escucha a medias. La lluvia se
incrementa, los cristales tiemblan, retruena en el cielo un cisco lejano, luego
un silencio largo que se va adelgazando mientras crece un ruido sordo, un ruido
ciclópeo que se les echa encima, lo sienten cada vez más cerca, temen ser
engullidos por una ola gigantesca, instintivamente se protegen detrás del
mostrador de hojalata.
Una trompa de agua enfangada invade
la quebrada bajo la casa, los cimientos se ablandan, crujen las maderas, las
ventanas palpitan, sorprendidos por la furia del agua desatada se refugian en
el lado de la casita más retirado de la torrentera, aún así, el agua les
salpica de fango, les ciega, ensucia sus ropas, las herramientas y las
bicicletas, todo lo pierden de vista. Sube el nivel, se acurrucan junto a la
ventana, el vendaval iza el mostrador unos centímetros y lo descarga
pesadamente, sujetos en el alfeizar no ven pasar a gran velocidad toneladas de fango,
piedras de diversos tamaños, ramas rotas, cascotes, arena, agua sucia cargada
de sedimentos y de légamo que se precipita por el barranco a las calles de más
abajo, en avenidas fluviales que arrastra vehículos, señales de tráfico,
animales, sin tiempo a protegerse, ladera abajo. José descartó en su momento canalizar
la torrentera con una tubería gruesa porque pensó que el limo la acabaría
cegando sin que importara su grosor: no se puede, hijo, entubar una torrentera, irrumpe
de golpe, demasiada impulsiva, sólo queda guarecerte, aprender y dejarla pasar.
El caudal del agua chocolatada no afloja,
fluctúa hasta agrietar el suelo de cristal, no se rompe, se resquebraja en relámpagos
de agujas, les moja piernas, cabeza y manos por completo, desborda las canaletas,
atruena la casa, les ensordece, se abrazan, asustados, quintales de agua
enfangada, cargada de tropezones como la sopa con salpicones de carne que comen
con frecuencia. Tiempo inacabable de zozobra que no avanza, el cielo explota,
retumba y lentamente flaquea y calla, vuelve la calma, la lluvia afloja y cesa
y al poco luce el sol de la tormenta, como si nada. Estamos a salvo, pero las
herramientas del mostrador, las bicicletas del rincón a reparar, el compresor y
el propio armario de las herramientas se los ha llevado la riada. No el
mostrador, que sigue en pie, con la hojalata maltrecha. Ellos, embarrados, se
han salvado por bien poco. Abajo, en una parte plana de una de las calles, se
ha formado una bolsa de agua extrañamente cristalina en cuyo interior destellan
luminosas unas llantas ovaladas.
Necesitamos rastrillos y escobas para limpiar
las calles y empujar toda el agua estancada y cenagosa hacia el desnivel del
barranco. —reclama José en voz alta, muy alta.
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