martes, 26 de junio de 2018

Relato 221



                                       Autoengaño

Nuestra diferencia de edad era a todas luces insalvable, pero su coquetería me desconcertó desde el mismo principio. Aún así tenía claro que un tipo como yo de sesenta y pico de años no podía liarse de ninguna manera con una cría de veintitantos largos. Sin embargo ella porfiaba, o al menos así me lo parecía, con sus miraditas, sus sonrisas y alabanzas a mis comentarios en clase fueran o no oportunos. Sólo al final descubrí a qué venía tanto embeleso, sólo al final y casi por casualidad descubrí el autoengaño. Para un hombre mayor como yo (como para cualquiera, imagino) es una fantasía poder seducir a una muchacha joven y atractiva máxime cuando ésta lleva una faldita corta y rosa, que muestra unos muslos bien trabados, zapatos de puntera fina y labios pintados de carmín. Francamente no veía necesario tanta puesta en escena, tanta elegancia para asistir a un curso de cocina en un centro cívico que duraba tres meses. Ella siempre acudía de punto en blanco. No lo veía necesario a no ser lo hiciera para mí. Vanidad humana, lo reconozco, pero en ese momento seguía en la nube. No caí en la cuenta que Elena podía estarse pavoneando para otro, al fin y al cabo en la clase éramos quince alumnos, yo el mayor, y ella, de desearlo, tenía donde elegir, habían especímenes jóvenes a doquier. (Ahora con eso de la tele los cursos de cocina proliferan para todas las edades). Por ejemplo, se llevaba de rechupete con Luís, de Tucumán, (llamadme Llullo, decía) y hasta yo mismo entablé buena amistad con él. Era y es un joven afable, galante y afectuoso, de metro setenta, más o menos como ella, que la hacía reír y mucho. Pero, ¿por qué cuando Elena reía me miraba a mí, o era una paranoia mía? Con frecuencia la profesora los emparejaba para preparar juntos el plato del día. También había otros alumnos, chicos, incluso chicas y señoras de cuyos nombres no me acuerdo ahora. La profesora, una tal Lydia Ferraz, experta cocinera, ex maître del hotel Palau de Barcelona, mujer de mediana edad, resuelta y alegre, acostumbrada a mandar, con cabello blanco y rizado, llevaba siempre puesto así llegábamos al aula el delantal, uno que decía benvinguts a la cuina mediterrània, pues de eso trataba el curso. Mientras duró no sucedió nada destacable, salvo el continuo cacareo de Elena. Al finalizar el trimestre sí ocurrió algo inesperado, aunque muy previsible: cuatro besitos y cada cual a su casa, como si nada hubiera ocurrido entre nosotros y sin comida final de despedida. Perplejo, sí, pero en verdad no había ocurrido nada. Me quedé observando a Elena, que seguía desplegando sus encantos a cuatro vientos, sin atreverme a abordarla. Compungido la vi irse con su pandero balanceándose de un lado a otro como un camión articulado. Me dolió que se fuera sin más, me dolió hondo en mi vanidad, aunque también por alguna razón me dejó aliviado, tal vez porque soy mayor para estos lances aventureros y aún más estando casado.
        Hace unos días paseando con LLullo por la plaza Real, reparó en una pareja que se estaban besando ardorosamente en la terraza de un bar.
        ―Aquella mujer, viste, se parece a Elena, ¿no es cierto, pibe? ―dijo.
        ―Para nada ―respondí―, sin mirarle.
        Sin embargo, era ella, la mismísima Elena estaba ahí, de espaldas con su faldita corta y rosa que se le subía un poco más, sentada, con otra mujer, una de cabello blanco y rizado, extrañamente familiar.     

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