martes, 14 de agosto de 2018

Relato 229

                                             Final
 Lo sorprendente es el final. Seguro que si les ofrezco una cama por una hora, la hubieran aceptado de buen grado. Seguro. 
        Llevo rato observándolos desde la primera planta del apartamento que he alquilado delante del mar. Ellos están absortos uno con el otro, aparentemente, ajenos a lo que sucede en derredor, tonteando en el murete de la playa. Él, sin camisa, con el torso al viento, gafas de sol, sentado en el pequeño muro de medio metro con tejanos ajustados y descalzo, de cara al mar, de cara a ella, morena, de pelo largo y lacio, con escote generoso, una blusa negra, de pie en la arena, algo por debajo de él, coqueteando, balanceando sus senos enormes de un lado a otro. Casi al azar, le asoma un pezón, el izquierdo, se lo cubre con el sostén negro, picarona, le sonríe al escondérselo. 
      El mar rompe su espuma blanca, hace calor pero no es sofocante de momento, estamos en agosto, es tiempo de bañarse, algunos pasean por la arena despreocupadamente y otros montan sus sombrillas para reservarse el sitio. Él no sabe donde colocar su mirada, si en la gente, si en las olas, o en la insinuante canaleta de ella con el pendular bailoteo de sus senos ciclópeos, como si se los ofreciera en bandeja, allí mismo, ante la mar rompiente y a él le parece tenerlos a su merced, allí mismo, con todo el descaro, con todo el coqueteo habido y por haber. Pero no, no es el lugar, como si pensara, el hombre se remueve en el asiento, mira hacia los lados, bebe de su cerveza de lata, todo el pechugón le queda insinuado, turgente, a su alcance. 
       Le veo incómodo, como si no supiera donde ponerse ni como manejarse. A ella le hace gracia su desazón, continua incansable con su galanteo de ave de gallinero en celo. Él la sigue con la vista, se le cae la baba, sigue sus contoneos con sonrisa de hombre espoleado, le desconciertan sus meneos, intuyo que a ella le agrada llevarlo al límite, verle excitado, contenido en su aparente timidez, él se aferra al cigarro que chupa con frenesí, ella se le acerca, lo toma de su boca y hace lo mismo, mientras él le echa miradas furtivas a sus domingas entre avergonzado y cohibido, que no paran de tejer una danza salvaje. 
       A ella le agrada provocarle en público, es evidente, se agacha un poco para mejorarle la perspectiva, y toda vanidosa ríe y levanta los brazos graciosamente para anudarse el cabello con una goma elástica, rosa, y luego se lo suelta, divertida, una y otra vez, y se le acerca, le besa, se separa y se ajusta la falda y él se seca las manos en los tejanos y mira alrededor sin ver nada y apura otro trago de cerveza. Ella le pide sentarse a su lado. Él la ayuda a subirse al murete sujetándola por debajo de los brazos, las manos descansan fugazmente en sus axilas y en sus senos danzantes, la sienta a su lado, se vuelven a besar, él disimiladamente le roza los muslos, los pechos, ella se aparta, se ajusta el cabello como haría una leona de anuncio y su rostro se ilumina.
       Y vuelven a la carga, sin pudor, se funden en un beso de tornillo, duradero, se separan un poco para tomar aire y vuelven a anudar sus bocas apasionadas y él la estruja contra sí con sus brazos tersos, tensos y desnudos rodeándole su fina cintura y ella se deja abrazar, derritiéndose en un beso, retozando juntos, disfrutando felices. Al poco se separan, ella ríe jocosamente y se ajusta las gafas, unas de montura rosa, a juego con la goma del cabello. El viento mueve su melena negra, ahora sopla algo de Levante, él, picado, ojea el horizonte y el paseo, termina la lata, hay pocos transeúntes, el sol sigue bien vivo, parecen acalorados, hasta yo lo estoy, hacen ademán de quitarse ropa, intuyo lo harían si pudieran. Justo entonces fue cuando estuve a punto de ofrecerles la cama. 
      Sin embargo, todo se frustró. Él, de un brinco salta al paseo, tiernamente la baja a ella y vuelven a besarse, él le sujeta la cara con sus manos durante el beso, luego se pone la camisa de cuadros, coge una mochila del murete y ella una bolsa de mano con escenas de leonas, tiran las latas vacías a la papelera, encienden un cigarrillo que comparten y empiezan a caminar por el paseo marítimo, hacia alguna parte que desconozco, se van cogidos de la mano, muy acaramelados. 
       Entonces sucedió lo sorprendente, lo juro, ambos se carcajeaban cuando se giraron y, mirándome directamente a los ojos, agitaron las manos para decirme adiós.

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