Calumet
Pudo zafarse, lo
esquivó con una finta de alguien que había sido bailarina. Se precipitó por las
escaleras de caracol, un piso y después otro, parecía ser un edificio de mil
plantas, no llegaba nunca, atrás seguía oyendo unos pasos que la perseguían, no
se acababan, por fin llegó abajo, sudaba, la frente, las cejas, las mejillas,
las piernas, la nariz le moqueaba, las manos le quemaban, los dedos le escocían
por las rozaduras contra la barandilla, una modernista muy desgastada, de roble,
cruzó rauda el patio de losetas de piedra, tropezando con unos tiestos de
aspidistras que casi la hacen caer, trastabillándose. Por nada del mundo podía
detenerse, aquella cosa enorme la acosaba, los pasos seguían acercándose y no
era un sueño. No, no lo era.
El anuncio decía: calumet en perfecto estado. Subasta abierta a las 21 horas de hoy en
Rue Jacob 22, 3º 2ª. Para Elena, como buena antropóloga y coleccionista de
objetos aborígenes del norte de América, era un artículo que le interesaba. El
anuncio (en Le Monde) añadía: original
sioux. Entonces, aún con mayor razón,
-pensó- siendo de una de las tribus, los Sioux, con la que me he doctorado cum
laude. Elena estaba contenta, quería acudir a la puja, adquirir esta pipa
sagrada y se combinó los tiempos y los encargos de ese día para asistir a
tiempo al conocido centro Planchard de subastas en el centro de París. Acudió
con media hora de adelanto, para estar en primera fila y poder examinar con
ojos atentos el calumet en cuestión. Al cruzar el portal sintió en el patio
repleto de plantas rústicas que algo la echaba para atrás, algo indefinible,
algo que sólo una mujer intuitiva como ella podía captar y se puso en alerta.
El ascensor no funcionaba, había un cartel en la puerta que decía pas de travail, así que con ademán incierto tomó la escalera de mármol,
modernista, que se alza a la derecha del patio y cuyos escalones se elevan ampliamente siguiendo la forma elipsoide del caracol. A medida que ascendía
Elena sentía que sus pasos se achataban en la piedra caliza, que le costaba avanzar,
los zapatos se fundían, los pies se le dormían, parecían hundirse en cieno
blando, algo no iba bien, algo o alguien no quería que siguiera subiendo, pero
Elena no hizo caso a las señales del más allá, insistió y siguió hacia arriba.
Fue en el tercer rellano cuando una cosa
ciclópea se le abalanzó encima, algo inhumano y bestial.
Atravesó,
aún no sabe como, el portal de hierro forjado de doble hoja que por suerte para
Elena aún no estaba cerrado con llave, el aire frío del invierno le castigó el
rostro, sintió miedo, la humedad verdosa y mugrienta del Sena, humeaba vapor caldoso
de su boca, inconscientemente repasó con la lengua sus labios entreabiertos,
pintados de rosa tenue, se los mordía, sudaba. Se detuvo un instante, dudaba
hacia donde ir, no podía confiarse, atrás oía pisadas que se le acercaban, eran
profundas y estridentes, chafaban las losetas del patio, aquello era un
monstruo y debía alejarse a toda velocidad, huir, si la cogía se la comería
como haría un ogro, debía seguir huyendo, huir al otro lado del río, huir a
donde fuera, por encima de todo correr. Enfiló la rue du Bac, no había nadie, le
daba igual, la noche era desapacible, en el puente resonaban sus pasos, el
traqueteo de los botones de su gabardina contra el bolso, ansiosa, corría y
corría, y ya no oyó nada más. Se detuvo, sólo escuchaba su respiración
jadeante, tomaba aliento apoyada en la baranda, una barcaza surcaba el río,
miró hacia atrás, nadie, no vio a nadie, nadie la seguía. Se repasó la frente
con un pañuelo, resoplaba sin parar, temblaba. Fue al relajarse cuando, recortada
al fondo, en el portal, acertó a ver la grandiosa figura de un hombretón
vestido estrafalario que se la estaba mirando, desafiante. Rodeando su cabeza,
una infinidad de plumas de águila relucían como rayos de sol. Elena reconoció
de inmediato al mítico pájaro del trueno, al espíritu universal, al chamán
protector.
Entonces, se echó a llorar.
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