martes, 1 de marzo de 2022

Relato 414

                                         ¿Quién?

El tipo acababa de cumplir ochenta años, amanecía, estaba en la cama y con los ojos cerrados se preguntaba:

¿Quién sostiene el palo de mi vida, quién hay detrás de los cambios físicos, mentales, emocionales que ha habido a lo largo de mi existencia?

¿Quién soy en el cambio que me permite reconocerme como el hilo seguido de una misma identidad a pesar de haber cambiado tanto y de haber hecho tantas cosas distintas?

¿Qué existe en mí de permanente que me permite aún reconocerme como siendo algo mismo, identificarme con el actor que interpreta infinitos personajes sin saberlo?

Se vio de bebé en brazos amorosos de su madre amamantándolo, con sus grandes ojos de asustado, un rubiales tragón, ávido de vida…

O comiendo con deleite la papilla dulzona que le preparaba su padre en aquel plato de plástico rígido y amarillento que decía para tu hijo.

O lloroso, con pantalones cortos, cuando le operaron de las amígdalas a los siete años sin anestesia en la clínica Monegal, que ya no existe, de Mora d’Ebre. ¡Dios mío, qué dolor!

Se vio pedaleando feliz por los caminos que llevaban a la finca del Barranc a media hora del pueblo con la enorme bicicleta de dos ruedas que le regalaron sus padres a los catorce años por haber superado la reválida de cuarto al primer intento.

Se vio caer de bruces con esa bicicleta un día de finales de verano al torcérsele el manillar con una enorme piedra, cuando a toda velocidad regresaba entusiasmado del Barranc al encuentro de sus padres que habían ido recogerlo al pueblo…

Vio como la manilla del freno le hendía la piel de su pierna izquierda y cómo le manaba sangre sin parar y se vio herido y solo en medio del camino, lamentándose de la caída y de que sus padres ya debían estar esperándole.

Vio a la Sra. Rosa, vestida de negro, una vecina de la calle que volvía del campo con un enorme fardo en la cabeza, que amorosa le ayudó envolviéndole un pañuelo en la pierna. Así regresaron a casa de la mano con la bicicleta rota y la pierna herida con más miedo a la reacción de sus padres que al daño sufrido.

Se vio de nuevo en la clínica Monegal, llorando en el quirófano, el médico era alto, nuevo e inexperto. Necesitó diez puntos de sutura y la tiita Carmen le decía burlona “no llores, que ya eres un hombre…” La herida se le abrió y le dejó una cicatriz serpenteante de por vida.

Se reconoció volviendo a Barcelona en el Gordini plateado de sus padres con la pierna vendada y apoyada en el asiento trasero y oyendo a su padre quejarse de la mala cabeza de su hijo y a su madre quitándole importancia.

Sintió el horror de salir despedido una noche de finales de julio con su primo Raimon del mismo Gordini, repintado de granate cuando conduciéndolo con veinte años chocó contra el puente en una curva muy cerrada de San Pol de mar, salvándose ambos de milagro… El vehículo después de dar algunas vueltas quedó para la chatarra.

Y oyó el tumulto de la gente de las terrazas cercanas que se levantaron de sus asientos y se pusieron a mirar el accidente desde la atalaya...

Se vio vendimiando feliz con apenas diez años en la finca del Madarraix o en Perles ayudando con su hermano a sus queridos tíos del pueblo, siempre tan necesitados de ayuda y siempre tan agradecidos…Y así año tras año.

Se vio trabajando de muy crío en el obrador de la pastelería de su padre en Barcelona haciendo con dificultad bretzels de hojaldre (acabó enseñándole su madre), pues ser zurdo era una contrariedad como le decía continuamente su padre…

Vio al adolescente miedoso que fue relacionarse torpemente con las chicas después de estudiar en una escuela de curas donde sólo había niños…

Aún sintió la fascinación de ver la imagen de una joven enfundada en un vestido de terciopelo verde descendiendo elegantemente por las escaleras al obrador de la pastelería Mora, en la Diagonal de Barcelona, (donde él trabajaba llevando la sección de repostería), la joven con la que ha estado casado felizmente durante más de cincuenta años…

Se vio en el trabajo posterior, cambiando slots y testeando mientras ejercía de ingeniero para una empresa de telecomunicaciones durante años…

Y jugando con sus dos hijos de pequeños, educándoles con mayor o menor acierto, siempre con la mejor intención del mundo…

O jugando al ajedrez con ellos, escribiendo, leyendo, bailando, viajando, riendo, sufriendo, compartiendo… y muchos otros gerundios que no caben aquí.

Sintió el dolor de la pérdida de sus seres queridos… ¡Dios mío, qué dolor!

Y sintió las cicatrices en la piel que le habían quedado al superar enfermedades, caídas, desalientos, tristezas…

Si eso que estaba viendo era simplemente su vida espigada en los momentos más sentidos, tal vez fuera que vivir consistiera simplemente en eso.

Pero ―se preguntaba― ¿Quién mantiene el pulso identitario en todos los cambios?

¿Quién hace que el niño feliz y rubiales de tres años sea el mismo tipo calvo, con gafas y apesadumbrado de ochenta?

La memoria ―se respondió―. La memoria sostiene el palo del gallinero. Un escalofrío le recorrió el cuerpo de pies a cabeza, el cuerpo de la memoria.

Sin la memoria no habría recuerdos espigados de vida ni identidad, de modo que ―pensó― cuando la memoria termina… ¿Qué queda?

No se lo podía sacar de la cabeza aquella mañana, mientras estaba en la cama con los ojos cerrados, agonizando. 

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