Impertérrito
Me dijo: ahora que
he cumplido los 61 miro hacia atrás y veo personas queridas que ya no están
conmigo. Sin embargo ─añadió─ siguen ahí, vivas, mirándome impertérritas desde el
otro lado del espejo. Hizo una pausa y se quedó como ensimismado, frotándose los ojos, en
silencio. Al poco pregunté: ¿ Qué quiere decir impertérritas, tío? Sonrió
ligeramente, me acarició el cabello con sus
desgastadas manos y desviando su mirada hacia un oscuro de aquella noche
sumamente estrellada me contestó: impasibles. Más tarde, antes de acostarme apunté en mi cuaderno
de rayas: impertérrito = impasible. Incluso, antes de dormirme la palabra impertérrito danzó un rato dentro de mi cabeza convertida
en un caballo inconmovible. Me dijo que estuvo en la guerra, en el frente, en
la batalla del Ebro, que estuvo con un amigo suyo bordeando una colina bajo el
fuego enemigo. Se llamaba Fidel y era muy, pero que muy amigo suyo. Me dijo que
aún veía su bigotito fino, su sonrisa ingenua, su tez rubial, su mirada
divertida. Le veía vestido de soldado raso, agazapado tras unas tenues matas,
visiblemente nervioso y luego zigzagueando junto a él por una cuesta pedregosa,
batida por las ráfagas de una ametralladora enemiga. Exactamente dijo: Fidel
iba detrás de mí, quise protegerlo, hacerle de escudo, tenía poca experiencia
en el combate, le ordené que me siguiera, nos miramos fugazmente, le vi
tembloroso, saldremos de ésta ─le dije, para animarlo y él me gritó: ¡Puto chusco, puta guerra,
puta mierda! La noche era tan estrellada como ésta, ─dijo, señalando el cielo con sus desgastadas manos─ pero mucho más
fría, más lúgubre y sobre todo más peligrosa, ardía la metralla y las balas
silbaban por encima de nuestras cabezas. En un momento dado ─simplificó─ todo fue pólvora,
estruendo, polvo, humareda. Entonces se calló, hubo un silencio raro, inquietante, largo. Imaginé un
caballo impertérrito cabalgando entre las estrellas, coceando el cielo y
llenándolo de polvareda gris y terrosa. Luego, carraspeando, dijo: cuando me
giré de nuevo Fidel estaba con la cabeza apoyada en el suelo, inmóvil, con el
fusil caído y un hilillo de sangre le salía del casco, una bala se lo había
atravesado. Estaba muerto, increíblemente muerto. Mi tío enmudeció, su cuerpo
parecía más arrugado, como encogido, lentamente restregó sus desgastadas manos
por ese rostro suyo tan enjuto, y se
quedó así un buen rato para luego sonarse mecánicamente la nariz sin usar el
pañuelo, como hacía siempre en el campo. Las balas continuaron lacerando el
suelo a mi alrededor, no pude ni acercarme, me escabullí como pude, no sé como
logré salir vivo, aún le veo, ahí se quedó mi amigo Fidel ─acabó diciéndome.
Ahora que he
cumplido los 61 miro hacia atrás y veo a mi tío mirándome, impertérrito, desde
el otro lado del espejo.
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