martes, 1 de abril de 2014

Relato 1

                                              Impertérrito

Me dijo: ahora que he cumplido los 61 miro hacia atrás y veo personas queridas que ya no están conmigo. Sin embargo añadió siguen ahí, vivas, mirándome impertérritas desde el otro lado del espejo. Hizo una pausa y se quedó como  ensimismado, frotándose los ojos, en silencio. Al poco pregunté: ¿ Qué quiere decir impertérritas, tío? Sonrió ligeramente, me acarició el cabello con sus  desgastadas manos y desviando su mirada hacia un oscuro de aquella noche sumamente estrellada me contestó: impasibles. Más tarde, antes de acostarme apunté en mi cuaderno de rayas: impertérrito = impasible. Incluso, antes de dormirme la palabra impertérrito  danzó un rato dentro de mi cabeza convertida en un caballo inconmovible. Me dijo que estuvo en la guerra, en el frente, en la batalla del Ebro, que estuvo con un amigo suyo bordeando una colina bajo el fuego enemigo. Se llamaba Fidel y era muy, pero que muy amigo suyo. Me dijo que aún veía su bigotito fino, su sonrisa ingenua, su tez rubial, su mirada divertida. Le veía vestido de soldado raso, agazapado tras unas tenues matas, visiblemente nervioso y luego zigzagueando junto a él por una cuesta pedregosa, batida por las ráfagas de una ametralladora enemiga. Exactamente dijo: Fidel iba detrás de mí, quise protegerlo, hacerle de escudo, tenía poca experiencia en el combate, le ordené que me siguiera, nos miramos fugazmente, le vi tembloroso, saldremos de ésta le dije, para animarlo y él me gritó: ¡Puto chusco, puta guerra, puta mierda! La noche era tan estrellada como ésta, dijo, señalando el cielo con sus desgastadas manos  pero mucho más fría, más lúgubre y sobre todo más peligrosa, ardía la metralla y las balas silbaban por encima de nuestras cabezas. En un momento dado simplificó todo fue pólvora, estruendo, polvo, humareda. Entonces se calló, hubo un  silencio raro, inquietante, largo. Imaginé un caballo impertérrito cabalgando entre las estrellas, coceando el cielo y llenándolo de polvareda gris y terrosa. Luego, carraspeando, dijo: cuando me giré de nuevo Fidel estaba con la cabeza apoyada en el suelo, inmóvil, con el fusil caído y un hilillo de sangre le salía del casco, una bala se lo había atravesado. Estaba muerto, increíblemente muerto. Mi tío enmudeció, su cuerpo parecía más arrugado, como encogido, lentamente restregó sus desgastadas manos por ese rostro suyo tan  enjuto, y se quedó así un buen rato para luego sonarse mecánicamente la nariz sin usar el pañuelo, como hacía siempre en el campo. Las balas continuaron lacerando el suelo a mi alrededor, no pude ni acercarme, me escabullí como pude, no sé como logré salir vivo, aún le veo, ahí se quedó mi amigo Fidel acabó diciéndome. 

Ahora que he cumplido los 61 miro hacia atrás y veo a mi tío mirándome, impertérrito, desde el otro lado del espejo.

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