martes, 29 de abril de 2014

Relato 5

                                             Adiós

Justo antes de emitir el postrer suspiro le mira fijamente a los ojos y casi imperceptiblemente susurra: te amo. Luego, tose y expira, todo se llena de silencio. Así de sencillo, natural, sin lágrimas ni crispación, como ella quería. El hombre permanece a su lado, le sujeta las manos, sigue acariciando los cabellos ya canos. No aprecia diferencias, no se lo puede creer. Ella sigue mirándole con sus grandes ojos, persistentes, no parpadea, muy bella. Le retira un poco el pelo de la cara, contempla una vez más sus mejillas sonrosadas, su enorme narizota, su sonrisa ligera, su cara serena. Continua mirándole. La enfermera le dice: señor, por favor, déjenos hacer. Empieza a notar que se le enfrían las manos, trata de darles calor, las aprieta aún más entre las suyas. No se lo cree. Se ha quedado casi dormida con la o todavía en los labios, entreabiertos, finos, sensibles. No puede evitar besarla, instintivamente acerca sus labios a los suyos, la besa con suavidad, no quiere despertarla, la ve tan tierna. Huele como siempre, a almendra dulce, le encanta su olor de boca, siempre le ha encantado. La vuelve a besar ahora con más intensidad, ella no responde ni se mueve, no le abraza, eso es una diferencia, una diferencia que le apresa, pero en ese momento él no se da cuenta. La admira de muy cerca, es tan hermosa, sosegadamente hermosa. No se lo cree. Recorre con los dedos cada una de las 5 arrugas longitudinales de su frente, la cruzan enteritas de sien a sien, son líneas perfectas, como ella, luego resigue sus cejas, hace como si las peinara con la yema del dedo índice. En el entrecejo se desliza nariz abajo, lentamente, hasta coronarla y se dejo caer por una de sus comisuras hasta el hoyito de su labio derecho. Ahí se entretiene un poco como si le hiciera cosquillas, como cuando hacían el amor, cuando jugaban y reían y se le marcaban aún más los hoyuelos de la boca con su sonrisa franca. No se lo cree. Palpa con los dedos, temblorosos, sus labios, todavía húmedos, delicados, algo calientes, ya poco. Primero perfila el superior a paso lento y luego el inferior en un viaje de ida y vuelta, y observa la infinidad de arruguitas que tiene en ambos labios, chiquitas. No puede evitar besuquearla de nuevo, así se queda un instante, quiere inmortalizar el momento, detener el reloj, empieza a estar fría, le insufla calor con el vaho, la frota, alienta todo lo que puede. No se lo cree, no se lo puede creer. Con su boca colma su rostro de caricias, hunde la lengua en la curva de su mentón, descansa en su dulce barbilla. Ella sigue mirándole, brillan sus enormes ojos, las pestañas tan marcadas, esos ojazos tan llenos de vida. No se lo cree, no se lo puede creer, todavía. Señor, por favor. Observa sus párpados gruesos, más de lo normal, de mujer sabia, uno de ellos caído de nacimiento. Acerca trémulo los dedos a esos dos trozos de piel plegable, algo rígida, se los cierra, los besa. Ella no dice nada. Repara en las bolsas, bajo los ojos, las protuberancias de siempre, poco le hacían las rodajas de pepino ni el ácido hialurónico. A él jamás le importaron, se lo había dicho, las besa. Algo sencillo, natural, sin lágrimas, como ella quería. Ya no le mira. No se lo puede creer. Siente sus manos frías, no puede calentárselas, lo intenta pero no puede, exclama ¡No puedo, por Dios, que no puedo! Siente que el frío de su esposa le invade, que le penetra por la columna vertebral, que le atenaza y oprime la garganta. Es un frío desconocido, un frío que le espanta, algo que no ha sentido nunca. Señor, por favor, déjenos hacer, ―le dice la enfermera, inclinándose otra vez hacia él. No se lo cree pero se levanta, no se lo cree pero camina, no se lo cree pero cruza la puerta, no se lo cree pero se va, llorando. Ahora mismo no recuerda si le dice adiós.

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