martes, 21 de abril de 2015

Relato 56

                                       Irene

Con apenas veinte años y una risa contagiosa quedó embarazada de una niña sin proponérselo. De esto hace tiempo, por Sant Jordi, una tarde. Él le regaló un ramo de doce rosas y sobre la moqueta granate de su piso aún por estrenar hicieron el amor sin condón, por primera vez. No había peligro, la regla estaba a punto de venirle, pero Ogino falló y tuvo consecuencias. Negó mientras pudo estar en cinta, a pesar de los mareos, las náuseas, los vómitos y el deseo incontrolable de comer avellanas y almendras crudas. Su abuela, más perspicaz que su madre le decía: no estarás..., a mí no me engañarías,¿verdad?, pero ella siempre se lo negó, negó la evidencia. Y no le faltaba razón pues a los dos meses los análisis aún salían negativos, tal es tu fuerza mental ―le decía él. 
      Ellos solitos establecieron un pacto de silencio, se sentían responsables, con la obligación moral de resolver la situación por sí mismos. El calvario iba por dentro, en pocos días maduraron años, sus cabezas pesaban, parecían narcisos deshojados. Hablaban en la  mesa de mármol de un bar amigo, gesticulando, que si tú eso que si tú lo otro, mandándose reproches que si tú me preñaste, que si tú me pescaste, y sobretodo buscando soluciones pues, ¿qué mal tenía ella si no estaba embarazada? Consultaron a un tocólogo, le dijeron que no habían follado en los últimos dos meses, la examinó y exploró a fondo, sintió el frío palpo de un guante crema hurgando como un submarinista novato en el interior de su vagina sagrada, allí había algo, les asustó, sin duda un tumor, había que extirpar. Se les erizó la piel, les cayó al suelo, a jirones.
        Hace poco se encontraron en el dormitorio de la moqueta granate. Hija ―habló él― tu madre ha perdido su sonrisa contagiosa. Hija ―dijo ella― tu padre ha encanecido la barba y se ha quedado sin cabello. Y continuó: ―Fue aquí, Irene, sobre esta moqueta donde te concebimos, hace veinticinco años, hija mía, fue un acto de amor, profundamente enamorados. 
     Tú llamaste a la puerta y no te quisimos oír, pasamos semanas de insomnio, andábamos como zombies, cuando el tocólogo revisó mi cuerpo y palpó tu cabecita, amor,-unos lagrimones caían por sus mejillas-, lo siento, hija mía, estábamos desbordados, perdónanos, dijo que aquello era un tumor, confundió tu cabecita con un bulto a extirpar.
        Y extirparon.                                   

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