martes, 7 de abril de 2015

Relato 54

                                   
                                Languideciendo

 El estruendo se desató de pronto hacia las dos de la madrugada. La algarabía procedía del piso de arriba, seguramente del dormitorio de Don Florián, quien llevaba varios días pachucho afectado por una persistente tos perruna.
     El poco personal de servicio disponible aquella noche se movilizó en seguida, empezando por la ama de llaves, quien se levantó precipitadamente y aún a medio vestir tomó una palmatoria de la alacena, encendió como pudo y temblando un trozo de vela con goterones y enfiló las escaleras visiblemente alterada, ante el temor que le estuviera pasando algo a su amo, pero teniendo cuidado de no caerse, para que no sea peor el remedio que la enfermedad    —se repetía en silencio. 
    Petra era una persona mayor, de setenta y dos y  llevaba casi cuarenta y cinco sirviendo en aquella casa, habiendo empezado de simple ancila. Era la persona de mayor confianza de Don Florián, viudo, rico, sin hijos y rondando los noventa. Sin duda, los ruidos provenían del dormitorio; a medida que se acercaba la madera del suelo crujía, las sombras se desvanecían en el pasillo y se le iban a Petra confirmando los peores temores: su amo estaba pidiendo ayuda con una voz muy atenuada, y le oía de vez en cuando echar exabruptos, entre vómitos y delirios. 
     Petra entró en el dormitorio, tras un ligero toque en la puerta y sin pedir permiso. Todo estaba oscuro y cuando se acercó a la cama con la candela vio en la penumbra a un cadavérico Don Florián, con el rostro vuelto al suelo, implorando auxilio, hecho un amasijo, todavía con las piernas atrapadas entre las sábanas, nauseando y vomitando sangre. En la alfombra persa, una mancha negruzca, maloliente, apenas se distinguían las imágenes navales de la conquista de Grecia, que tanto enorgullecían a su patrón. Su mirada anémica, hedor a vómito, le resultaban insoportable. 
     Petra, voluntariosa, se le acercó ajena a la hediondez, dejó la palmatoria sobre la mesita y con un gesto resuelto trató de enderezarlo, pero Don Florian, por el amor de Dios —le decía en tono afectuoso; estaba sudando, tiritando y muy frío, la fiebre, alta; obviamente para Petra su señor estaba muriéndose. Había por fin llegado su momento, por fin. Dio órdenes que avisaran al médico con urgencia y pidió a la doncella que fuera a la cocina a calentar agua y que se la trajera. 
     A Petra no le importaba quedarse sola. Diligentemente humedeció un pañuelo en el lavamanos y le frotó la cara, limpiándole de las babas sanguinolentas y de las mucosidades gruesas, espesas y verdosas que la recubrían. El viejo jadeaba y abría la boca para tomar aire, pero los espasmos, y las contracciones eran continuas. Cuando tuvo una nueva arcada y afloró una súbita espadañada Petra le taponó la boca firmemente con el trapo húmedo, bien doblado. 
      Don Florián se agitaba, abría desorbitadamente los ojos, se zarandeaba, mientras la fiel Petra se lo miraba con aire de asco y esbozaba una cruel sonrisa. Pronto las dos sombras dejaron de moverse contra la pared, quedando sólo el crepitar de una vela temblando, languideciendo.


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