martes, 21 de julio de 2015

Relato 69


                                      Teresa

Me triplicaba la edad. Yo tenía quince y ella cuarenta y cinco. Se llamaba Teresa. Jamás la podré olvidar. Fue mi primera vez. Sucedió en el pueblo, en verano, un quince de agosto de 1969. Era festivo, la Asunción de la madre de Dios. La mayoría de la gente se encontraba en la iglesia. Yo no, estaba de vacaciones escolares. Mis padres me habían enviado a Rubiales del Sereno con mis tíos. Ellos descansaban y yo también. Aquel iba a ser mi último verano en el pueblo. Era media mañana, hacía mucho calor. Llevaba pantalones cortos. Mascaba chicle. Con el papelito hacía bolitas con los dedos que luego deshacía. Me encontraba sentado en unas escaleras, las de la casa de Teresa. Estaba oscuro, estaba fresco. No sé porque estaba allí. Tal vez porque a veces me daba bollos recubiertos de azúcar. Había silencio, no se oían ni las campanas. De vez en cuando el repiqueteo del grifo en el patio empedrado. Estuve bastante tiempo, a solas, a gusto. Me sentía feliz de haber esquivado la misa, de haberme escondido en un lugar seguro. Al rato oí voces fuera. Murmullos que se acercaban. Mujeres (reconocí a mi tía). Despedidas. Tacones que se aproximaban. Teresa era una mujer casada. Su marido, marino mercante, siempre navegando, llevaba barba y fumaba mentolado en pipa. No tenían hijos. El portón que daba al patio se abrió y dejó entrar un ramalazo de luz y calor. Los pasos se acrecentaron. En mis manos el papelito ya se había desmenuzado. Al girar el recodo Teresa me vio. Pero, ¡qué haces aquí Ricardín —me dijo— vaya susto que me has dado! Y se arremolinaba hacia atrás su cabellera morena. Vestía de negro, con falda por debajo de las rodillas y una medias negras con costura. Los zapatos, de charol, de talón alto. La chaqueta, corta, con espejuelo en el ojal. Debajo una camisa fina con adornos florales grisáceos, algo escotada. La cadena de oro con una cruz, discreta. En sus manos la mantellina y un bolso a juego. Sus dedos, nerviosos. Se los llevaba al pecho y sobresaltada decía: ¡Qué me quieres matar o qué! ¡Madre de Dios, qué susto! ¡Pero, qué haces aquí! Y resoplaba y se mecía los cabellos oscuros hacia atrás. De la sorpresa se le humedecieron los ojos, le corría el rímel. Con un pañuelito se los limpiaba delicadamente. Eran unos ojazos afables, vivarachos, cariñosos. Sonreía. Sus labios, rojos.
         —¡Nada!, aquí estoy, fresco, sin nada a hacer, mascando chicle, esperando que vengan los chicos de la calle para jugar.
         —¿Quieres un par de bollos de ayer? Aún están tiernos, ¿sabes?
         ―Vale —le respondí, mientras empezaba a saborear anticipadamente el exquisito gusto del azúcar quemado.
         —¿Subes?
         Me levanté y la dejé pasar. Unos veinte escalones hasta la puerta principal.  Ante mí, su movimiento de cadera, ondulante,  taconeo en la escalera, suave roce de tejidos, las líneas traseras de sus medias de seda y la  fragancia del azahar. Rebusca en el bolso, extrae un llavín, me mira, sonríe, le sonrío, pienso en mis amigos, ya estarán en la calle, me estarán buscando, abre la puerta, entramos.
         ―Espérame aquí —me dice y señala el dormitorio, deja el bolso y la chaqueta en el armario del recibidor y se va corriendo hacia dentro. 
         ―En seguida vengo —añade en voz alta desde el pasillo.
         No había estado nunca en aquella pieza. En la cocina sí, donde guarda los bollos en la alacena. Olía a jabón de lavanda en las mesitas y a esencia de azahar en el marmolillo del aparador. Encima un frasco del perfume con pulverizador de goma con mechones dorados. La cama, de matrimonio, la colcha de punto, impecable. Poca cosa más: un par de sillas de rejilla, un lavamanos antiguo con agua en la jarra y una fotografía ovalada en la pared de Teresa con su marido. El chicle lo enganché  detrás de la foto. Estaba sin gusto. Me acerqué a la ventana que daba a la calle. Tras los visillos pude ver a mis amigos con un balón en la mano. También estaba Finita. “Cuando tenga los bollos bajaré rápido” pensé, “ya me están buscando.”  “¡Cuánto tarda!” Hice gestos para avisarles, pero no se fijaron. Demasiado enfrascados en el juego.
         Pasaron unos minutos, eternos me parecieron. Apareció Teresa con un par de bollos en las manos. Se había cambiado de ropa, una bata ligera le cubría, de color rosa, sujeta con un cinturón del mismo color. Llevaba la cabellera mojada y suelta. Iba descalza.
         ―Hace tanto calor que me duchado —me dijo sonriente y estiró sus brazos hacia mí, ofreciéndome los bollos azucarados medio envueltos en un papel marrón. Al abrir los brazos ahuecó el escote. Los pechos adheridos a la camiseta mojada, enormes. Los pezones, nítidos, abultados. Absorto, me los quedé mirando. ¡Vaya par de bollos!, se me ocurrió pero no dije nada. Su piel, blanca, húmeda, con puntitos brillantes. Sin tacones era de mi estatura. Tomé los bollos azucarados, se me había pasado el hambre.
         ―¡Qué calor! ¿Verdad? —exclamó de repente.  Se me acercó, me estrechó contra ella y me dio un beso en la frente. Encajó mi cabeza entre sus senos. Respirar me costaba. Me refregó en su piel color canela, sentí el calor, el sudor, la ternura, lavanda fresca, el latir de su corazón y hasta el roce de su medalla. Me acariciaba el cabello separando los dedos. Me gustaba. Cerré los ojos. Una de mis manos a un lado para que no se aplastaran los bollos. Mis piernas flaqueaban y mi corazón, acelerándose.
          Ella se  despegaba de vez en cuando de mí, me miraba, sonreía, y decía —¡Ay Ricardín, Ricardín, mira que eres travieso!—, y volvía a abrazarme y a acariciarme el pelo de la nuca. Noté que me crecía algo en la entrepierna, algo muy agradable. Ella también lo percibió. Acercó una de su piernas, estimulándolo. No sabía qué hacer con la mano libre. La apoyé temeroso sobre su espalda. No dijo nada. Apoyé más firmemente. No dijo nada. Empecé a acariciarle por la parte central. No dijo nada. La recorrí lentamente, temeroso. Hacia arriba. Hacia abajo. Estaba húmeda. No dijo nada. Dejé caer los bollos. Añadí mi otra mano. Con ambas la pude ceñir con facilidad. Su talle era delgado. Su piel, caliente, a mi contacto se estremecía. Enredé los dedos en su cabellera larga como si la deshiciera. Teresa me guiaba. Se me separó un poco, empezó a peinar mis cejas revueltas, me llevó una mano a su oreja izquierda, la otra a su cuello blanco, me mostró cómo acariciarla, notaba la tersura de sus senos presionados contra mi cuerpo. Su aliento a berberecho. Abrazados en medio de la sala, sudorosos, a merced de la ligera brisa que levantaba los visillos ¡Ricardo —gritaban de la calle— ,¿dónde estás?, ven que nos falta uno! Pero yo no estaba en condiciones de responder. Ni de hablar.
          Teresa deslizaba sus dedos por mi cara, seguía una ruta alrededor de los ojos, pasando por las orejas resbalando a lo largo de la nariz y exploraba mi boca. La entreabría. Introducía sus dedos, se los mojaba con mi saliva, me hacía cosquillas en la lengua, me humedecía los labios, sonreía, cerraba los ojos, los abría, me miraba, se los ponía en su boca, los chupaba y me los devolvía. Luego me pedía que le hiciera lo mismo. Y tembloroso le dibujaba los labios palpitantes con mis dedos. Reseguía sus contornos, en las comisuras introducía el meñique y le llenaba de saliva el hoyuelo de la barbilla. Y ella no decía nada. Y deslicé mi lengua por su cuello y fui bajando lentamente. Le relamía la piel,  la cadena de oro, el Cristo. Y hasta el blanco de su seno izquierdo, liberado de la camiseta. Y me dijo que continuara, que la besara y le besé la cruz entre la canalera y descubrí su pezón izquierdo, erecto, de aureola oscura, blanco como el azúcar. Al principio apenas rozaba mis labios, ella me dirigía, luego me dijo que mordisqueara suavemente y lo hice. Ella gemía, jadeaba, sudaba, tragaba saliva. Me presionaba la pierna contra el pantalón, restregaba  el bulto, considerable. Seguía frotando. Seguía creciendo. Mordisqueé con más pasión. Estaba muy hinchado, ensalivado, resbaladizo. Me cogió las manos y me las puso en sus nalgas. La tela fina de la bata, un obstáculo. Se la fui levantando. Ella no decía nada. Se estrechó a mí, pude sentir sus pitones enhiestos clavarse sobre mi pecho. Me chupaba la oreja derecha, lo mismo yo con la suya, me hacía cosquillas, le excitaba. Seguí subiendo la bata pliegue a pliegue, liberándola. Cuando puse mis dedos sobre la braguita Teresa echó un largo suspiro. Cuando hice el ademán de introducirlos por debajo ella gimió, lacerando con más fuerza mi oreja. Sentí dolor, también placer. Amasé alternativamente cada glúteo primero por encima, luego por debajo. Al principio suave, luego vigorosamente. Ella se escurría en mis brazos. Me alentaba. Palpé poco a poco, reseguí la grieta, resbalaba. No sabía qué hacer. Yo no había tenido nunca nada así entre mis manos. Instintivamente opté por continuar magreándola. Ella debió captar mi indecisión cuando me espetó: “quítate la camisa”. Y se apartó ligeramente de mí y empezó a desabrocharme los botones uno a uno empezando por el de arriba. Mis manos seguían masajeándole el culo con fruición. La camisa floreada, regalo de mi tía, cayó al suelo. En seguida ella se desató la bata, dejándola de cualquier manera sobre el respaldo de la silla. La camiseta, arrugada, por encima del ombligo, un pecho al aire y el otro apresado, empapada. Las braguitas, negras, muy cortas y mullidas. Sobresalían pelillos por los lados y por arriba. Pelillos negros. Yo esto no lo había visto nunca. Cuando jugaba a médicos con Finita apenas tenía y además casi no se veían, eran rubios. Sonreía, me miraba, yo enrojecía. Ven, Alfredo —dijo— ven, no tengas miedo, y se sentó en la silla ante mí, frente a mis pantalones. Se quitó la camiseta y le saltaron los dos bollos azucarados, altivos, sudorosos. Quise agacharme para sujetárselos, pero  me lo impidió con una mirada complacida. Ella desabrochó el botón del pantalón, que era corto. Le agarré la cabeza. Horadaba los dedos en su melena negra, la erizaba. Frotó por encima notando mi verga erecta. Aquello iba a estallar de un momento a otro. Lo intuía. Pasó los labios por encima del pantalón, dejó ir saliva espesa, amasé sus cabellos con fuerza, noté el calor de su boca, la humedad de su lengua, la intensidad del momento. Ella proseguía relamiendo y con los brazos, estirados, me acariciaba las tetillas. Estaba trastornado, nervioso, excitado, mi corazón bombeaba sangre a mil por hora, parecía que iba a explotar. Pero no. Teresa paró sin mediar palabra. Se puso de pie, me miró dulcemente y me besó en la boca como nunca nadie había hecho antes. Un beso con lengua (de eso me enteré después). Largo, apasionado, impaciente. Me cogió de la mano y me hizo que la siguiera a la cama.
         Tenía un cuerpo impresionante. Sus pechos, enormes, media luna blancos, oscilaban vaporosos, empinados pezones, amenazándome. Su cintura frágil, sinuosa, de piel de seda, sin grietas, arrugas, ni engaños. El vientre redondeado, el ombligo, romboide, hundido. La cadera, fina, proporcionada, con unas nalgas tersas, duras, de color leche, rezumantes. Las piernas, contorneadas, flexibles, rodillas discretas, pies de bailarina. Cuando en el campanario daban un montón de campanadas, las doce, imaginé, ella me espetó: “Ven querido, ven aquí, no pasa nada, confía”. Temblando la seguí.
          Se sentó en el borde de la cama sin quitar la colcha. Abrió las piernas. Se apoyó con los brazos hacia atrás y me ofreció su cuerpo sonriéndome. Besé sus pechos solícitos, los amasé con fuerza, mis manos, se perdieron entre sus pliegues húmedos, lujuriosos. Me dejó hacer. Se incorporó un momento para darme otro beso de lengua en la boca al tiempo que  introducía algunos dedos por mi pantalón semiabierto. Rozó la punta de la verga. Aquello me enloqueció. Creo que le mordí el labio, gritó, retiró la mano, se dejó caer en la cama, rendida, con los brazos tendidos entre la cabellera desordenada. Sus pechos se balanceaban trémulos sobre la carne palpitante, jadeando. Las piernas abiertas, las braguitas negras, mojadas, brillaban. Los pelillos, por todas partes, se arremolinaban. Pelillos ensortijados.  Quítamelas —ordenó. Su voz sonó ronca, profunda, de otro mundo. Obedecí.
         Me arrodillé entre sus muslos. Con la punta de la lengua ensalivaba la parte interna de la entrepierna y paseaba los dedos por el borde de las braguitas retirándolas poco a poco empezando por los lados. Ella no decía nada, se contorsionaba, borboteaba. La mota de pelo era extraordinaria. A medida que descendían emergía una pelambrera oscura que yo nunca había visto antes a ninguna mujer (tampoco hasta ahora). Ni siquiera mi tía tiene tanto. Un día se lo vi. Sin querer entré en el cuarto de baño cuando se duchaba. Me pegó una buena reprimenda. Teresa tenía una pelambre rizada, espesa, pegajosa. Algo único. A medida que iba descubriéndolo crecía mi espanto ¡Aquello era una selva imposible de encontrar nada y estaba tan empapada! Me puse muy nervioso. Entonces me di cuenta. En mi pantalón también había algo mojado. Muy mojado ¡Lo que faltaba! Ella seguía gimiendo. Juntó las piernas, me facilitó la tarea. Bajé sus braguitas hasta el suelo, quitándoselas con los pies. Le dio un impulso tan fuerte que se quedaron colgadas en la cornucopia del retrato. Tapaban la cara del marido. Pensé, mejor así. Volvió a abrir las piernas.  Tomó mi cabeza y sin pudor ni delicadeza alguna me la arrimó a su vello pubiano, encharcado. Me perdí en el bosque, había carne sonrosada envuelta en tupida pelusilla. Hacía ahí dirigió mi cara, presionando. Me apretujó la nariz hacia dentro. No podía respirar. Estaba impregnado de un líquido viscoso, extremadamente oloroso, una mezcla de jugos vaginales, lavanda y transpiración. Levanté  un momento el rostro, inhalé aire. Pero vehemente me ordenó: “sigue, por favor, sigue.” Y añadió: “mete la lengua, métela hasta el fondo.” ¡Qué asco, pensé. Pero accedí.                 
         Y empecé a lamer aquel laberinto jugoso. No paraba de brotar un brebaje, extremadamente denso. La carne, prieta, resbaladiza, mórbida.  Con los labios despejé la zona. Entre el matorral, un agujero inmenso, un túnel, un canal oscuro. Embutí mi lengua, mis dedos. Adentro. Poco. Tuve miedo. Pliegues sanguíneos, espumarajos brillantes, mucosas encendidas, ahogos.  Mi corazón, sin control. Mis pensamientos, ausentes. Sus manos en mi cabeza, estrujándola contra su sexo. Estaba turgente, inflamado, pegajoso. Me condujo hacia el clítoris (entonces no sabía qué era). Fue fácil, sobresalía. Era un botón hinchado. Arriba, dentro de la brecha. Aclaré el espacio con los dedos. Teresa se zarandeaba de un lado a otro de la cama. Respiraba ruidosamente, hipaba, gemía.  Emitía estertores silbantes y se contorsionaba como una posesa. “Sí, así, continua así, sí, sí, ¡oh!, sí, querido” —mascullaba entrecortadamente. Abrió aún más las piernas.
          Mi rostro, todo embadurnado. Rezumaba brebajes lascivos, ansiosa se lamentaba, clamaba, suspiraba. Seguí chupando el botón mágico. Lo introduje en mi boca como antes había hecho ella con los dedos. Eso la enloquecía. Sorbía sus néctares. Me hundí en su madriguera e introduje mi lengua, dedos, boca, daba salivazos. Manaba espuma blancuzca, caliente, olía a berberecho. Retomé el clítoris. Lo repasé con fruición con la lengua, echando babazas. “Acelera” —me mandó. Aceleré. “Más” —insistió, casi rogó piadosamente. Aceleré más y más. Ella se sacudía con violencia. Meneaba las piernas, casi me atrapa la cabeza. Seguí chupando, dejaba caer la baba, bebía. Gritaba de placer, se agitaba enloquecida. Entonces soltó un alarido de ultratumba, algo desconocido para mí. No sabía qué hacer. Proseguí lamiendo con intensidad, pero ella me dijo que aflojara el ritmo, que parara. Estalló de repente con una gran suspiro seguida de un largo silencio y una ostentosa carcajada. “¡Ah Dios mío! —decía sin cesar— Ah, Dios mío qué encanto de niño.” Me apartó la cabeza, entre exclamaciones de júbilo. En el campanario sonó la una. Lo oí dos veces. Estábamos empapados. Yo, desconcertado. Me quedé un instante sentado ante su carne trémula, como derrotado, cansado, tal vez feliz. La observé. Continuaba tendida sobre la cama con los pechos descubiertos, oscilantes, aplastados. Sus pezones había perdido agudeza. Con todo, seguían apuntando al techo. Los brazos, abiertos, descansando. La colcha, manchada, un gran charco de caldo concentrado. En el suelo, borrones húmedos, chorreantes. El sudor me resbalaba por la cabeza y el torso desnudo. Olía fuerte. Apestaba a sexo. Los pantalones impregnados de mi propia corredura. Fue mi primera vez.
         Teresa se incorporó, se me acercó mansa, poco a poco y me regaló un beso en la frente. Se fijó en mis pantalones y sin decirme nada sonrió, me abrochó el botón suelto, me aproximó a sus pechos abrazándome y me dio otro beso esta vez en la cabeza. “Venga Ricardo que tu tía te estará buscando” —me dijo afectuosamente. Andamos hasta el lavamanos. Ella me restregó la cara y el pecho con una esponja humedecida en agua. Seguía sonriendo y sin bragas. Entre el pelaje, unos labios enrojecidos, secretando espuma. Los senos, enormes bollos, le pendían. En su cara, bajo los ojos, bolsas de piel arrugada. Su mirada, tierna. Me sequé con una toalla, junto a la ventana. En la calle, nadie. Ni Finita. El sol, demasiado intenso. ¡Ricardín! —Oí a mi tía llamarme a gritos— ¡A comer!, y luego más bajito —¿Dónde estará este crío?—

         Jamás lo supo. Esta es la primera vez que cuento esto a alguien. Tampoco Teresa dijo ni pío. De hecho al día siguiente actuó como si entre nosotros no hubiera pasado nada. Una cosa sí cambió. Desde este quince de agosto de 1969 siempre me llamó Ricardo. Algo más: ya no hubo más bollos para mí, de ningún tipo. Por desgracia.                      

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