¡Finita!
¡Finita! ¡Qué poca sería mi vida sin los recuerdos, Finita! Sobre este
papel virtual te estoy viendo partir con tu madre a la vendimia, a Francia.
¿trece, catorce? No tendrías más años, no más, Finita, y te ibas de mí para
siempre. Yo no volvería al pueblo, ya con catorce años tenía edad de trabajar.
Eran los primeros días de septiembre, hacia las ocho de la noche, ibais a coger
un tren nocturno, no quise despedirme, o no pude, lloraba tras la persiana de
la cocina, te fuiste con tu maleta de cartón y tu cola de caballo, miraste
atrás al girar la esquina y te detuviste, me buscabas con tu mirada, caí en la
cuenta de que me estabas viendo a contraluz, que la luz de la cocina me
delataba, y enseguida me aparté, estaba llorando.
Finita, no quise que lo
supieras, me daba vergüenza, y mi tía detrás de mí cocinando en los fogones de
leña, trasegando aros, se reía con disimulo, qué haces Raúl, no te pongas
triste, esto no es nada. Para ella no sería nada, para mí era mucho, por la
esquina se había ido mi amor, el primero, y sin habernos despedido.
Finita, antes de que te
convirtieras en Josefina, tú fuiste mi primer amor, aunque nunca te lo dije, ni
tú tampoco. Por las mañanas me bastaba con estar contigo en tu portal. Hacíamos
planes para ir a bañarnos al río o a pasear por el puente, aunque no recuerdo
haberte cogido de la mano, estaba mal visto tan jóvenes, demasiado atrevido
quizás. Me caía bien tu madre, gallega, de sonrisa fácil, espontánea y amable.
Tu padre me infundía respeto, cuando él llegaba de la mina, dejábamos de
vernos. Cuando se iba con su viejo 4L volvía a tu portal y nos reencontrábamos.
A veces estaba semanas fuera y nos solazábamos, podíamos jugar al escondite por
la noche con la cuadrilla de la calle hasta las tantas, mientras que las
familias del arrabal se arremolinaban a tomar la fresca, después de la cena. Se
sentaban en sillas de anea, haciendo corrillo delante de la casa de mis tíos,
dialogando con la noche, antes de la llegada de la tele. En ocasiones
compartían caracoladas picantes en una enorme cazuela de barro y corría la bota
de vino negro y nos lo dejaban probar. A ti, Finita, muy poquito porque te
manchabas, alegaban que el agua no casa nada bien con los caracoles. Después de
tanto jugar, cansados y sudados también nosotros nos sentábamos en coro junto a
ellos y me situaba detrás de ti y acariciaba con los dedos tu larga cabellera que
pendía del respaldo de la silla de anea, una de bajita, la peinaba finamente, le
daba repasos sucesivos como si pasara un rastrillo con mis manos, como si arara
tierra de barbecho, delicadamente y tú cerrabas los ojos y me gustaba relajarte
y verte relajada. Y a veces también te abanicaba y tú me abanicabas con tus
ojazos tristes. Y yo quería hacerte feliz, Finita, ahuyentarte el halo de
tristeza que te carcomía. Esto fue antes de que te fueras aquella noche con tu
madre a Francia a la vendimia. Antes de que yo dejara de ir al pueblo en los
veranos y no te viera nunca más. Justo antes de que terminara nuestro sueño de
adolescencia y empezara la leyenda.
Seguí preguntando por ti año tras año. Te
habías ido. Conociste a un chico de Tarragona y te fuiste con él. Tuvisteis un
hijo. Te asfixiaba el ambiente hogareño, tu padre con silicosis se había vuelto
aburrido, agresivo y bebedor, imposible la convivencia, incluso tu madre perdió
la sonrisa grácil y tuvo que abandonarlo. Mientras él se juntó con una pelandusca
de otro pueblo, tu madre, sola y amargada, envejeció de golpe, volviéndose histérica,
desquiciada y hasta perdió la cabeza. Encontrarla así me rompió el corazón, de
eso hace tiempo, casi no la reconocí. Me dijo que al principio ibais a verla con
frecuencia, que luego las visitas se distanciaron porque teníais trabajo y que al
final ya casi ni tú ibas. Mi tía, en cambio, me aseguró que habías dejado de ir
porque te avergonzabas de ella, que no entraba en razón porque la había perdido
y no soportabas ver a tu madre así de loca y que le estabas buscando un lugar
de acogida, que tú ya tenías lo tuyo, que tu marido se había quedado en el paro
y lo llevaba mal, había engordado y empezado a beber sin control y estabais en
proceso de separación.
Lo siento mucho, Finita, nada presagiaba un
futuro así cuando de niños jugábamos por los soportales de la calle. ¿Por qué
no puede seguir la vida tan hermosa como cuando somos críos? ¿Por qué perdemos
la inocencia y los problemas se hacen grandes cuando crecemos? Tal vez te
hubiera ido mejor si no te hubieras convertido en Josefina. Tal vez.
Te sigo viendo, Finita, a
través de la persiana verde en esta noche de septiembre, sigo llorando desde la
cocina de mi tía, quien tampoco existe, de un tiempo que sólo existe en mi
memoria, ni siquiera sé si a estas alturas de la vida, Finita, existes tú. Con
todo, quiero decirte que fuiste mi primer amor, el amor más romántico que tuve,
no recuerdo haberte besado ni acariciado tu cuerpo nunca. Salvo el cabello,
permaneciste virgen para mí. Fue el nuestro un amor sin contacto.
Y ahora, en esta bochornosa noche de
septiembre, cincuenta años después, me acuerdo de ti, Finita, de nuestro dulce
y puro amor. Quiero que sepas que aún te amo, lloro y recuerdo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario