Itinerario
17/Noviembre/2010, miércoles.
20 horas. Sale puntual de clase de escritura. El profe le ha encargado
un Diario breve para la semana que viene. ¡Madre mía! Coincide en el ascensor
con un árabe ¿Os lo podéis creer? Lleva chilaba clara, pañuelo en la cabeza y
un carrito de la compra. Le saluda y sonríe. Vendrá de dar algún curso de
cocina, piensa, estos de La Sedeta. Planta baja. Ja mai jalem ni jalarem,
le suelta entre bromas. Ríen. Se acuerdo de su suegro. Él lo decía con mucha más
gracia. Además, escribía fluido, mejor que yo. ¡Madre mía! Alcanza la calle. Frío.
Ya no llueve. Tres días seguidos, demasiado. Avanza con zancadas rápidas como
si tuviera prisa ¿Prisa? Absurdo. Costumbre. Aminora el paso. Un autobús, el 55
le parece, escupe humo negro. Creí que esto estaba prohibido. ¿Pasaran la ITV,
supongo? Enfila plaza Joanic. No
viene nadie. Cruza en rojo. Desde el otro lado una mujer se lo recrimina con la
mirada. La ignora, o hace ver que la ignora. Si tuviera que ser siempre legal
acabaría más neurótico. También os ocurre eso, ¿verdad?
La floristería todavía
abierta. Huele a romero. Toma Escorial.
Ve a un tipo que hacía tiempo que no veía. ¡Qué cambiado está! Claro que él
dirá lo mismo de mí. Además, ahora cojea. Yo no, de momento. Toco madera. Y se
detiene para tocar el marco de una puerta. Una señora habla a su perro. Él les
mira, sin pararse. Le abronca —¡Chelín!— por hacer caca fuera de donde el
plástico del suelo. Culea y se sitúa bien, moviendo las orejas, buscando la
aprobación de la dueña. Alguien grita, ¡me queda el último para hoy! En
confianza: siempre le queda el último a esa señora miope. Gira a la izquierda
por Encarnación. El bar, preparando
el lleno para la Champion, mesas con cervezas, tele panorámica, todo a punto.
Al otro lado de la calle ve al vecino plasta. ¡Madre mía! Os lo aseguro, plasta,
plasta. Reduce el paso. Se entretiene ante un escaparate apagado. Disimula.
Hace como si no le hubiera visto. El tipo le desconcierta. ¿Qué? Parece que él
hace lo mismo conmigo: mira al cielo oscuro, acelera el paso y menea la cabeza
como si se hubiera olvidado algo. Me lo tomo con calma. Cuando llegue al portal
de su casa habrán pasado unos minutos y el tío plomo ya estará en su pisito con
la bata puesta, soltero y solo. Efectivamente, así es, se ha librado. No hay
moros en la costa ni en el portal. Sube. Nadie en casa. ¡Qué extraño! Se pone a
escribir su pequeña peripecia. Puede servir para el Diario ese. ¡Madre mía! No
creo sirva, la verdad. Su mujer llega poco después con el carro de la compra,
repleto.
—¿Si
que vienes tarde?
—Calla, calla, que he visto
al pesado del Porras y me he ido a dar un par de vueltas a la manzana con el
dichoso carro éste. ¡Cualquiera le aguanta!
¿No
os decía? 21,30 h.
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