Confinado
El
tiempo se ha detenido en este instante, ni las nubes avanzan grises por la
calzada ni circulan autobuses por el cielo ni siquiera los aviones dejan
estelas espumosas por la mar insalubre. Y los vencejos ―qué decir de los
vencejos―, pues que a esta hora ―es pronto, apenas las siete del veintidós de
marzo―no vuelan ni se ven y tampoco se oyen los matinales ladridos de los perros
que sacan a pasear a sus dueños ni los voceros embriagados de las madrugadas de
domingo. La calma se ha vuelto extraña, la ciudad parece ahuecada de vida, nada
se mueve, ninguna alma, la gente se muere, literalmente de pena, confinada.
La
ciudad callada permanece solitaria como en una antigua canción italiana. Zurea
una tórtola cerca, en el nido que ha montado en un tiesto colgante; lo vi ayer,
está empollando dos huevos blancos. Me acerqué con cuidado al nido, subido en
una escalera fría, en el relevo del macho. Ambos progenitores cuidan la nidada. La vida sigue, en silencio, detrás de las casas, dentro
de los nidos, en un silencio asfixiante, confinada. Nadie le contesta por el
momento, sólo el trueno de su propio zureo.
Ahora crepita una vela, me llama la
atención, está muy cerca, en la mesa, junto a la ventana que da a la calle
grisácea. La funda es verde y rezuma cera, una larga lágrima cae en la fórmica
como una cascada espesa y líquida. La observo, cae lentamente, pero cae y hace
un ligero charco al llegar abajo, nada se queda quieto, la vida sigue, aunque no
lo aparente. Sigue crepitando, el único ruido que escucho, la única señal de
vida. Me aferro como a un chiste.
Amanece
poco a poco, ni las copas de los árboles se mueven, quietas como en una
fotografía antigua donde nadie sonríe, ni humean las chimeneas de los
restaurantes cerrados, ni se ve ropa colgada, ni nadie en los balcones, fumando
o charlando o viviendo. Estamos indefensos. El confinamiento se ha llevado la
alegría en las gentes, su modus vivendi, sus vidas, sobrevuela como un jinete
del Apocalipsis ―los ojos del fiero humo negro― y compatriotas nuestros se
mueren por doquier, un microorganismo aparecido de la nada puede con su hermano
mayor. Confinados de nosotros mismos… he aquí lo que nos sucede. Siento
estupor, desolación, pesadumbre.
El
sol emerge del olvido por la ventana de la vida, iluminando las sombras que
daban al Este. Emergen recuerdos de vida enclaustrada, viejos hábitos, continúa
el silencio sepulcral. Difícil recuperar la normalidad antigua, tampoco hay que
desearla, el cambio se precipita como el eco al pozo vacío, es inevitable, no
se puede seguir como hasta ahora, hay que tomar consciencia, algo ―bastante―se
está haciendo mal y hay que corregirlo. Nos va la vida. El planeta ha dicho basta. La Humanidad está
en juego, nuestra humanidad. El sol cuece una enorme nube gris en la cazuela de
fango, comamos.
Una tórtola ―me es familiar ―cruza el cielo
llevando en el pico algo colgado. La observo, pero no lo veo claro, parece una
ramita de olivo.
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