martes, 24 de marzo de 2020

Relato 313


                                    Confinado

El tiempo se ha detenido en este instante, ni las nubes avanzan grises por la calzada ni circulan autobuses por el cielo ni siquiera los aviones dejan estelas espumosas por la mar insalubre. Y los vencejos ―qué decir de los vencejos―, pues que a esta hora ―es pronto, apenas las siete del veintidós de marzo―no vuelan ni se ven y tampoco se oyen los matinales ladridos de los perros que sacan a pasear a sus dueños ni los voceros embriagados de las madrugadas de domingo. La calma se ha vuelto extraña, la ciudad parece ahuecada de vida, nada se mueve, ninguna alma, la gente se muere, literalmente de pena, confinada.
La ciudad callada permanece solitaria como en una antigua canción italiana. Zurea una tórtola cerca, en el nido que ha montado en un tiesto colgante; lo vi ayer, está empollando dos huevos blancos. Me acerqué con cuidado al nido, subido en una escalera fría, en el relevo del macho. Ambos progenitores cuidan la nidada. La vida sigue, en silencio, detrás de las casas, dentro de los nidos, en un silencio asfixiante, confinada. Nadie le contesta por el momento, sólo el trueno de su propio zureo.
        Ahora crepita una vela, me llama la atención, está muy cerca, en la mesa, junto a la ventana que da a la calle grisácea. La funda es verde y rezuma cera, una larga lágrima cae en la fórmica como una cascada espesa y líquida. La observo, cae lentamente, pero cae y hace un ligero charco al llegar abajo, nada se queda quieto, la vida sigue, aunque no lo aparente. Sigue crepitando, el único ruido que escucho, la única señal de vida. Me aferro como a un chiste.
Amanece poco a poco, ni las copas de los árboles se mueven, quietas como en una fotografía antigua donde nadie sonríe, ni humean las chimeneas de los restaurantes cerrados, ni se ve ropa colgada, ni nadie en los balcones, fumando o charlando o viviendo. Estamos indefensos. El confinamiento se ha llevado la alegría en las gentes, su modus vivendi, sus vidas, sobrevuela como un jinete del Apocalipsis ―los ojos del fiero humo negro― y compatriotas nuestros se mueren por doquier, un microorganismo aparecido de la nada puede con su hermano mayor. Confinados de nosotros mismos… he aquí lo que nos sucede. Siento estupor, desolación, pesadumbre.
El sol emerge del olvido por la ventana de la vida, iluminando las sombras que daban al Este. Emergen recuerdos de vida enclaustrada, viejos hábitos, continúa el silencio sepulcral. Difícil recuperar la normalidad antigua, tampoco hay que desearla, el cambio se precipita como el eco al pozo vacío, es inevitable, no se puede seguir como hasta ahora, hay que tomar consciencia, algo ―bastante―se está haciendo mal y hay que corregirlo. Nos va la vida.  El planeta ha dicho basta. La Humanidad está en juego, nuestra humanidad. El sol cuece una enorme nube gris en la cazuela de fango, comamos. 
 Una tórtola ―me es familiar ―cruza el cielo llevando en el pico algo colgado. La observo, pero no lo veo claro, parece una ramita de olivo.  

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