martes, 29 de diciembre de 2020

Relato 353

                                ¡Vedla!

― ¿Cómo te llaman? ―masculla con voz ronca un tipo calvo con camisa roja, de ojos saltones y vidriosos, mientras retuerce un palillo entre sus dientes amarillentos y la va desnudando nerviosamente. Sin pantalones ni calzoncillos, descalzo, sólo con la tizana roja en alto, incendiada de pasión ciega en la penumbra de un cuartucho de mierda. 

        Apenas un catre, un lavamanos, una televisión encendida sin programa, el runrún monótono de rayas horizontales que se suceden unas tras otras, de arriba abajo y en blanco y negro. Yo lo estoy oyendo, oigo el zumbido rutinario del aparato ¿lo oyes tú? ¿lo oís vosotros? Prestad atención.

¿Veis la ventana? De verde chillón, descascarillada y carcomida, y arriba pendiendo del infinito una luna redonda y albina, preñada de luz bastarda y abajo, una callejuela maloliente, inhóspita y fría entre farolas emborrachadas de escarcha nocturna. ¿La conocéis? La habéis visto muchas veces y resulta asfixiante, cobija sombras huidizas. ¿Oís el resonar de unos pasos extraviados? Yo los oigo, me ensordecen, he de taponarme los oídos, y las luces fluctúan como las bandas de la televisión, arriba y abajo.

Una zarpa áspera y arrugada le agarra el cuello, su cuello de cisne blanco, lucha frenética con la presilla de su blusa perlada, oigo una carcajada burlona. ¿La oís? ¿Oís las quejas de ella, y las risotadas de él? Una piel blanca a merced de un camisa roja. Ella tiembla de puro miedo, podría ser mi hija, la tuya, la de cualquiera. Unas manos callosas descienden por un cuerpo frágil desabrochando unos botones satinados que se le resisten, vocifera, la insulta. ¿Le oís?

De un trallazo brusco revienta la botonera y estallan como semillas del Acanto, vuelan los botones enardecidos por la lujuria, unos rebotan en la tele, otros se hunden en la moqueta mugrienta y hasta hay uno que se va a la calle y se mezcla con las sombras. Explota la blusa de organdí como una ventana impúdica, ella se siente violada y rota y de su tórax asoman unas colinas blancas. ¿Las veis? Yo las veo, apenas unas dunas, llevan caramelo deshecho en la cima y la luna las despunta. 

La misma voz ronca ronronea de placer, la saliva se le cae de los labios, planta sus manazas sobre los montículos de cera y los estruja, ella grita, y él se ríe y los retuerce como con su palillo en la boca. ¿Oís cómo se ríe el bestia? ¿Oís como ella se lamenta? ¿Yo la oigo, la oís vosotros? Luego viene lo de siempre, la falda escocesa ni se la quita, el monstruo cierra los ojos, la deja ir y la suelta.

―La niña ciega ―responde ella, balbuceante, antes de arrodillarse.

       Yo la veo. ¿La ves tú? ¿La veis vosotros? Podría ser tu hija, la mía, la de cualquiera…Aun así, es hija de alguien. ¿Lo veis? 

       ¡Vedla! 

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