martes, 8 de diciembre de 2015

Relato 89

                                             Adelaida     

Hola Adelaida, hola de nuevo. Ya sé que estuve ayer y antes de ayer y estaré mañana y pasado, pero no tengo nada que hacer, nada mejor que venir a verte, Adelaida. Aquí te dejé, aquí te vi por última vez y aquí te busco y te encuentro. Ya sabes que soy un hombre fiel. ¿Te acuerdas de cuando tú estudiabas primero de Psicología en la Central y quedábamos en el quiosco de la plaza Universidad un rato antes de comer para vernos? Bueno, sí, más o menos como ahora, es cierto. Sabes, Adelaida, yo seguí acudiendo a aquel quiosco semana tras semana aún cuando a ti ya te habían trasladado lejos de allí, a la nueva facultad de Diagonal. Aunque no estabas, yo te veía como te veo ahora y te amaba como te amo ahora y te hablaba en silencio, y no como ahora que te puedo hablar y compartir este rato contigo, el único que me permiten salir del hospital. Me acuerdo tanto de ti, Adelaida, y se me hace tan difícil la soledad. Allí donde miro me apareces tú. Te veo en todas partes, en los espejos, en los escaparates, en las fotos. El otro día estuve revisando cuando lo de Lisboa y volví a sentir el mismo aroma de los naranjos en flor y te vi, Adelaida, te vi de nuevo  riendo en aquel vetusto café, ¿te acuerdas? Sí, el que está enfrente de la estatua de Pessoa, tú, con aquel enorme sombrero de ala ancha y tu bufanda de cuadros grises y rojos y tu inconfundible aire bohemio, y tu encanto ¡Ay Adelaida!, tu hermosura contrastaba con aquel local pasado de moda repleto de fotografías antiguas, olor a rancio y congelado por los siglos. Hay quien dice que recordar es vivir de nuevo, pero yo creo que sólo se vive una vez, y yo sólo vivo cuando estoy contigo. El resto del día malvivo. No te creas, Adelaida, que exista tanta diferencia entre la vida y la muerte, apenas un delgado hilo, parecido al que separa al loco del cuerdo. En la sala del hospital donde estoy casi todos están muertos aunque parezcan vivos y hay algunos que parecen muertos que en cambio viven; casi nadie se da cuenta. Salvo tú, Adelaida, nadie me entiende, piensan que desde que te fuiste me he vuelto loco, esquizofrenia dicen, pero no saben nada. Cada mañana, antes de salir para venir a verte, pasa un enfermero por mi cama con un vaso de agua y una pastilla violeta y se asegura que me la tome, pero hace tiempo que he aprendido a tragármela y luego a vomitarla. Para qué seguir viviendo así, sin ti. Te encuentro tanto a faltar, son tan frías las sábanas y es tan oscura la noche, tan vacía. Por doler me duele el aire que aspiro y hasta cada latido de mi corazón ausente. Mi vida está contigo, Adelaida, sólo contigo, aunque todos lo encuentren extraño.
          Yo no estoy loco, sé bien que tú estás muerta, Adelaida, que estás encerrada en este agujero postrero, llenando de paz y serenidad esta enorme cementerio, esta residencia de la cuarta edad, como tú decías. Estando contigo es el único momento del día en el que me siento revivir de nuevo. A veces tengo la sensación de que con tanto venir a verte, te estoy robando energía vital y de que tú te mueres más y más y yo, en cambio,  tomo más y más vida de ti. Hace poco leí a una psicóloga que decía que se acepta mejor una muerte que una separación, pero yo no puedo estar de acuerdo. Tal vez estaba divorciada o tal vez sea porque siendo mujer vive la separación de otra manera, yo no lo sé. Solamente sé, Adelaida, que tu muerte ha significado la mía y tu presencia mi vida. Te he traído flores silvestres, flores que he ido picoteando aquí y allí por el borde del camino mientras venía. Son amapolas rojas y anaranjadas, están por todas partes, ¡Ay si pudieras verlas, Adelaida! Son para ti, con todo mi amor. Sí, a mí también me gustan, pero esa rojez de sangre me inquieta. No consigo olvidarme, no puedo. No sé qué me sucedió, Adelaida, fue un arrebato, una pasión enfebrecida, una locura. Aquella sangre corriendo por tu cara, te quiero, Adelaida, te quise y siempre te querré, no sé qué me pasó, te derrumbaste ante mí con tu mirada huyendo despavorida. Tenía las manos ensangrentadas, ¡Dios mío!, y un cuchillo que colgaba. Perdóname, Adelaida, perdóname.                       
                                                                                 



PD: La violencia es el último recurso del incompetente. Isaac Asimov 1920-1992.  

No hay comentarios:

Publicar un comentario