Cara..
¿Qué, qué dijo? Pues “que no entendía por
qué quería dejarla, que ella me amaba y que jamás había sospechado que pudiera
haber otra mujer en mi vida.” Pero, no te rías, Lea, venga, va... Sí, como
te digo, así fue, sí, eso dijo: “que no
sospechaba que hubiera otra mujer”, ya, sí, de acuerdo, una mojigata, bueno, y
qué; venga, para ya de reírte, escucha, ¿quieres que te lo cuente o no? Va,
venga, deja de hacerme cosquillas, por favor Lea, sé buena por una vez y
atiéndeme... Sí, luego jugamos, que sí, y estrenamos estas braguitas que se
comen, venga, va, para, déjame que te cuente. Oye que esto es serio eh, que
ella lo pasó mal; va, venga, escucha... Para ya de tocarme aquí, para de reírte
y de hacerme cosquillas, pero bueno, ¡quieres parar de una puta vez y atenderme,
Lea! No, si al final se van a enterar hasta los vecinos de arriba que estamos
en la cama. Va, venga, por favor, para ya. Stop, ¿vale?, stop. Eso es. Buena chica. Venga, te lo cuento rápido y no
se hable más del asunto. Y luego jugamos, ¿vale?
Bueno
pues aquella noche, cuando aparqué, tomé tus correos que guardo impresos en un
sobre a buen recaudo en la guantera del coche y releí el último, el que me
mandaste de Galicia: “... estoy tan aburrida como mi almeja, amor mío...” -me
decías- “... aquí, de vacaciones forzosas con mis padres entre pescadores de
basura...” –bajura, seguro que querías decir bajura, vida mía, seguro- “...
aquí, sin tu caña todo es monotonía, te echo de menos, tengo tantas ganas de
verte y de estarme siempre contigo y de marcharme de casa de una jodida vez...”
Y luego continuabas con aquella exhortación a que le dijera a “la bruja de mi
esposa” que no la soportaba más, que me estaba amargando la vida y que “la
dejara ¡r a la voz de ya!” Me releí todos tus correos de nuevo, eso me dio
coraje; me dije: “Alfredu –por usar tu
mote cariñoso- ha llegado el momento de
poner las cartas boca arriba, es el momento de hablar con Rosa.”
Decidido
subí las escaleras de dos en dos y con brío entré en casa; al instante me llegó
su voz aflautada: “Hola, cariño, qué tal te ha ido hoy; estoy planchando tus
camisas, ahora vengo.” Pensé en decirle “mal”, pero en vez de esto lancé un
largo silbido de hastío; descargué la cartera y me acerqué a ella mientras me
aflojaba el nudo de la corbata como se lo había visto hacer al Clint Eastwood de
perdonavidas y tras el beso de rigor le espeté con tono grave: “Rosa, hemos de
hablar.” Ella se asustó. Sí, Lea, sí, se lo dije así, con esta cara: “Rosa,
hemos de hablar.” Venga, va, estate quieta, es solo un momento, ya termino,
mujer.
Como
te digo ella al verme tan serio, tan en mi sitio, se asustó, se quitó el
delantal y se me acercó. Yo, con el mismo semblante, continué: “He conocido a
una mujer de la que estoy locamente enamorado y antes de serte infiel -aquí tuve que forzar una mentira piadosa,
compréndelo- antes de romper el sagrado compromiso del matrimonio como tú
dices, prefiero que lo sepas, no puedo continuar contigo.” Va, Lea, déjame
terminar... Luego le dije: “Mira, Rosa, yo te quiero mucho pero no te amo, no
hay pasión entre nosotros, no quiero hacerte daño, no quiero serte desleal y
tener que llevar una doble vida porque te respeto, te he respetado siempre y no
quiero lastimarte; eres como una madre para mí, es mejor que lo sepas ahora...”
Y lo rematé con “Ya sabes, lo nuestro no funciona.”
¿Qué,
qué dijo ella? Pues, al principio nada, se quedó alelada... sí, eso,
petrificada y luego lo que te he dicho antes, balbuceando decía: “ ...que no
entendía porque quería dejarla, que ella me amaba, que no podía haber otra
mujer, que ella no se merecía todo eso que le estaba haciendo, que, ¡qué sería
de ella!, qué le diría a sus padres, en el trabajo...” Me suplicó que
“reconsidera mi posición”, pero yo me mantuve firme por ti, mi decisión era
irreducible. Empezó a gimotear, luego a llorar y a desesperarse, ya sabes, no
soporto ver llorar a una mujer, así que tomé la cartera, le dije que me iba,
que la llamaría por la mañana, pero ella se enfureció, abrí la puerta, y tú te
crees, ella, sin más, me lanzó la plancha humeante. –No te rías que pasó
rozándome el flequillo, sí, por aquí, mua... –y fue a estrellarse al
rellano de la escalera. La miré como mira Eastwood por última vez a un forajido
y pensé: “fallaste, Rosa.” Y me fui aliviado encendiendo un cigarrillo. En fin,
así fue, no le sentó nada bien, estamos en litigio con los abogados, pero esto
ya lo sabes. Venga, va, a lo nuestro, ahora sí, juguemos, trae la miel.
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